Friday, October 13, 2006

Sendero Literario

Cultural: Un guiño arguediano titula una compilación de ficciones sobre los años de la guerra interna en el Perú. Toda la Sangre es la antología del crítico Gustavo Faverón

Por Jerónimo Pimentel

Más allá del poco difundido estudio realizado por el norteamericano Mark Cox (El cuento peruano en los años de la violencia, 2000), no existe suficiente literatura académica que explore la reacción de los escritores peruanos frente al fenómeno de la guerra interna. Cubrir ese vacío es la finalidad de Toda la Sangre (Matalamanga, 2006), una antología de casi dos docenas de cuentos escogida y prologada por el crítico Gustavo Faverón, que además cuenta con epílogo del ex investigador de la CVR, Félix Reátegui.

Al momento de antologar, ¿ha tratado de reconocer los rasgos del fenómeno violentista en las distintas expresiones narrativas, o a la inversa, ha encontrado en esta literatura alguna interpretación, que enriquezca a la realizada por las Ciencias Sociales?
Ambas cosas. En cuanto a lo segundo, hay un factor interesante: en muchos narradores como Miguel Gutiérrez, Luis Nieto Degregori u Oswaldo Reynoso se distingue un afán por reflexionar sobre su posición y su perspectiva al tiempo que traman la ficción. Es como si sus relatos tuvieran una doble historia: un primer nivel en que se narra el cuento y un segundo nivel en que se cuestiona la posición del narrador en el relato. Esa suerte de autorreflexión no está muy presente en las investigaciones de los científicos sociales.

¿Las características propias del senderismo obligaron a crear una forma de narrar singular, formalmente distinta?
No específicamente las del senderismo, pero sí las de la guerra en general: las narraciones suelen ser esquivas y a veces hasta paranoides; en muchas se siente el pulso alterado de quien se sabe amenazado por enemigos invisibles. Creo que esa es una filtración en la ficción de lo mismo que cientos de miles de peruanos sintieron día a día: la sensación de una guerra de emboscadas, de una guerra entre enmascarados. Formalmente, el fenómeno da lugar a cosas distintas: múltiples focalizaciones, en Gutiérrez; múltiples voces, en Thorne; o la dramatización de la paranoia, en Zorrilla.

Con la excepción de Hildebrando Pérez Huarancca, ¿cuándo la defensa del ideal se tornó en militancia, y de qué manera esta toma de posición afectó a la obra literaria misma?
El grueso de nuestra literatura no ha sido ni panfletaria ni dogmática. La gran brecha entre Sendero y nuestros escritores, incluso los más radicales, es la sutileza de la inteligencia, ausente en Sendero y presente en los otros: el dogma es ciego y no hace ficciones verosímiles. Parte del "gesto esencial" de los escritores que decidieron no afiliarse, que fueron la mayoría, radica en mantener su derecho a contradecir y criticar.

¿Es sólo después del 2000 cuando son posibles novelas que plantean visiones más formulistas sobre los hechos como Abril Rojo de Roncagliolo?
Abril rojo no plantea ninguna visión de la guerra interna. Acaso la narración más temprana que ofrece una mirada compleja y global del conflicto sea Adiós, Ayacucho (1986), la nouvelle de Julio Ortega que aparece en esta antología, que pone sobre la mesa los temas cruciales: el racismo, la marginalidad de lo provinciano, la carencia de un proyecto nacional viable y la desconexión de nuestra vieja intelectualidad ante todas esas cosas. En esa novela, el protagonista va de Ayacucho a Lima como quien va de un círculo del infierno a otro acaso peor. Han pasado veinte años antes de que aparezca Abril rojo describiendo el viaje de Lima a Ayacucho como un descenso a los infiernos, trivializando la idea de Ortega, sin decir absolutamente nada más.

¿Ha sido Abimael Guzmán una figura recreable literariamente?
Más llamativas han sido las figuras de los intelectuales y los escritores que fueron tocados por la guerra o fueron sus actores. Por ejemplo, el senderista Hildebrando Pérez Huarancca, que lideró la atroz masacre de Lucanamarca, y que antes había sido un cuentista de gran talento, es personaje de un cuento de Luis Nieto. El antropólogo Efraín Morote, padre del jefe senderista Osmán Morote, es recreado en un relato de Zavaleta. Pero en la mayoría de los casos los nombres conocidos, no han sido el centro de atención de nuestra literatura, que se ha fijado más en los actores anónimos y las víctimas del conflicto.

¿Encontró algún ejemplo de narrativa que se identifique con el agresor estatal?
¿Algo así como el narrador de "Deutsches Requiem" de Borges? Ningún caso. Creo que en la narrativa peruana la crítica de los abusos del Estado y de sus Fuerzas Armadas es más uniforme y consensual que la crítica a los demás actores de la guerra.

Kurt Vonnegut se permitió retratar el nazismo con humor. ¿Le ha faltado este elemento a la literatura peruana sobre los años de la guerra interna?
No. Adiós, Ayacucho de Julio Ortega es un carnaval trágico en ese sentido: mucho humor negro. "El muro de Berlín" de Hinostroza y "¿En la calle Espaderos?" de Nilo Espinoza, también recogidos en la antología, son relatos de humor, el segundo de ellos respecto a un tema dramático como el de los desaparecidos. También Fernando Iwasaki ha escrito en una línea satírica sobre el fenómeno senderista.

Concluye que "los políticos peruanos han probado en el último proceso electoral que para ellos el fin de la guerra no es sino una autorización para volver al viejo orden".
En el último proceso electoral el tema de la violencia social no existió. El Apra y Unidad Nacional sólo hablan de él para sugerir su olvido y el perdón de los culpables. Los resultados de la CVR se han vuelto desestimables para los partidos. El nuevo gobierno busca defensores de oficio ad hoc sólo para los militares acusados de crímenes y no para la población civil. Si uno pone todos esos elementos juntos, acaba notando que el gran mensaje es éste: "vamos a hacer de cuenta que nada pasó".


En la foto: Gustavo Faverón.