Por Lorenzo Helguero
Cuando leí por primera vez Cuadernos de Horacio Morell yo estaba en el colegio. Una amiga de mi mamá, que sabía que me gustaba la literatura, me prestó el libro por unos días. Para mí fue una revelación. Era una poesía fresca, nueva, distinta a la que leía en ese entonces. Recuerdo que en la contratapa estaba la foto de Eduardo, con barba: así debían ser los poetas. Pero a mí, que intentaba escribir poesía, todavía no me crecía la barba. Algunos años después, cuando ya había entrado a la universidad, fui a un recital de Eduardo, que era conocido entre los alumnos como 'El poeta de la Católica'. El silencio que se producía cuando iba a leer algún poema era impresionante: después sólo habitaban sus palabras. Palabras que conocíamos, porque siempre alguien tenía el nuevo libro de Eduardo y normalmente estaba dispuesto a prestarlo.
No sé cómo fue recibido Cuadernos de Horacio Morell por la prensa, pero supongo que muy bien: es, como sabemos, un excelente primer libro. Me imagino –y casi estoy viendo- una reseña titulada "La invención de Morell", en la que un crítico observara algunas influencias del Cortázar de Cronopios, de la poesía de Lucho Hernández. Me imagino –y casi estoy viendo- a Eduardo diciendo que los detectives literarios no sirven para nada, que él no cree en las influencias, sino en las afinidades con que la obra de un autor se hace parte de nosotros.
Y precisamente, las palabras de Eduardo-Horacio se hacen parte de nosotros. ¿Qué adolescente -de algún modo todos los poetas son adolescentes- no haría suyos estos versos de "El derby de las jirafas y de los omnibuses"?:
Ocurre entonces que lo más triste es no tener ningún nombre
Con qué ensuciar el último asiento del ómnibus en que viajas.
O también los versos de "Poema hallado en el pórtico central de la academia":
Yo que he soportado la humillación del álgebra
Que jamás pronuncié palabra ante una chica
Me atrevo ahora a publicar este poema
Que he fraguado a través de sueños y vigilias.
Los que soportamos la humillación de las matemáticas, los que fuimos tímidos con una mujer, los que alguna vez escribimos o quisimos escribir un poema, sentimos que esos versos nos pertenecen, nos hablan a nosotros, o tal vez somos nosotros los lectores los que hablamos también a través de ellos.
En Cuadernos, Eduardo crea, al igual que Cervantes en El Quijote, un autor ficcional: Horacio Morrel y Cide Hamete Benengeli comparten el ser autores construidos con palabras. Pero si Cervantes se distancia de su texto (dice que no es el padre, sino el padrastro de su obra), Eduardo decide ponerse en las circunstancias del autor, ordenando los poemas como si el material le fuera propio. Es decir, se distancia de sus palabras, para luego apropiarse de algún modo de ellas. Es que hay mucho de común entre Horacio y el Eduardo de esa época: los dos flacos, los dos solitarios, los dos poetas. Pero esto tal vez sea otra ficción.
Cuadernos es, de alguna manera, un bestiario. A lo largo del libro aparecen diversos animales, reales o imaginarios: vacas, caballos, arañas, morsas, renos, escarabajos, el travieso whanda, el extraño gherba. En este último puede verse una representación del poeta: es un ser solitario, hosco, retraído, que emite sonidos cuando se lamenta; justamente, este lamento se parece mucho a una letanía: el poema. Esta identificación entre el poeta y un animal ya aparece antes en "Arte poética": "El silencio reposa locuaz en mis orejas / Y escarbo como un topo bajo el cielo".
Varios de los poemas del libro, pues, están relacionados con la poesía misma y con su autor. Hay una identificación entre el poeta Tzin-Ghao y el mismo Horacio Morell: los dos son poetas marginales, los dos mueren desconocidos. En el caso particular de Morell, él mismo acaba con su propia vida. Como nos dice en un poema,
No sé si estaré precisando del suicidio o de la vida, pero ya no quiero pensarlo. Es más, no me interesa porque hoy, a pesar de ser invisible, siento que ya se apaga mi voz. Porque hoy, a pesar de ser infinito, siento como si la lejanía transparente del sol inaugurara en mí su primer canto silencioso.
Roland Barthes nos recuerda que el autor ha muerto: lo que importa es la lectura, la particular interpretación de cada texto, no el sentido original que el creador haya querido darle. Eduardo lo entendió bien: como sabemos, Horacio Morell, el autor, termina suicidándose. No podía ser de otra manera. Frente a nosotros se levantan las palabras.