Temporal. Diego Otero. Solar Central de Proyectos, 2005
Por Martín Rodríguez-Gaona
En su segundo libro, Diego Otero escoge como materia de exploración el asunto más grave para cualquier reelaboración artística: la conciencia de lo efímero. La aproximación del joven autor es sistemática, coral y, de una particular manera, ambiciosa, también en lo que respecta al lenguaje. En qué medida una apuesta de este calibre es válida es uno de los temas que Temporal deshilvana en los recovecos de sentido que van cediendo sus prolongados versos.
Quien está consciente de su mortalidad vive con un fantasma, y allí encuentra la raíz de toda melancolía. En Temporal la voz que narra estas historias está marcada por dicho sentimiento, pero la objetividad es el filtro elegido para vencer el pudor. Lo concreto, evocado y transformado, es lo que arduamente se recupera y se vuelve a poner en marcha como un engranaje, como un recorrido por la memoria que finalmente busca la expiación del dolor.
Es esta necesidad, y la contención natural de su tono, la que obliga al poeta a crear un compañero en su travesía: el Hombre del Tiempo, una presencia que atraviesa varios poemas. Así, al asumir la reelaboración de personajes y hechos contingentes, este testigo y actor velado se convierte en un recordatorio de la inminente pérdida que se esconde detrás de los hechos más nimios.
En las páginas de Temporal desfilan una sucesión de seres convertidos en personajes -curiosamente fascinados por las alturas-, que se desdoblan y permiten el repaso de la historia familiar, y hasta la confesión de una posible escena originaria. Seres dispuestos en una función cuya escenografía apunta a lo insondable, a la desazón de no encontrar respuestas. La voz de los mayores, cuando son apelados, resulta insuficiente, y se hace palpable la propia incapacidad de evitar el declive y el deterioro, incluso en relaciones entrañables. Sin embargo, mas que anhelar empatía ante este fracaso o hilvanar lamentos, la puesta en escena construida a lo largo del libro se obsesiona por la comprensión intelectual de los fenómenos trágicos, insospechados: la memoria establece su peculiar balance mediante la invocación a desastres meteorológicos, aquellos que aparecen súbitamente, sin explicación y sin culpables.
La propuesta de Diego Otero responde, en cuanto lo formal, coherentemente a estos propósitos: la mirada es fría para permitir la calidez de la evocación, y son clásicas la dicción y las imágenes que emprenden el rescate de lo intrascendente, de los gestos privados. El cine para el poeta, al igual que en Cinema Fulgor, su primera entrega, sigue siendo un referente, y no es casual la elección de Bergman como modelo. El estudio descarnado de lo íntimo, envuelto en la trivial cotidianeidad, emparenta a Temporal con Escenas de la vida conyugal, de igual forma que Las fresas salvajes podrían ser un modelo para el descenso en los abismos de la identidad y la memoria. Sin embargo, el uso decidido de lo simbólico, como en el caso del Hombre del Tiempo, lo relaciona de forma explícita con otra obra del maestro sueco: El séptimo sello. La presencia del Caballero Negro y la Danza de la Muerte también se perciben en esta historia colectiva, de otra parte, tan limeña en sus aires oxidados, como más cercanamente diría Antonio Cisneros.
Temporal es por lo tanto, a su manera, un libro órfico, al menos en cuanto al desencanto. Y ya que el descenso mítico no es posible, salvo en la trabajada alucinación diurna, tampoco es viable la contundencia en las conclusiones (en muchos poemas se percibe una indulgencia peculiar en la mirada, que no es autocomplaciente, tierna ni pretende sabiduría). Una dificultad añadida que caracteriza a todo el libro es que muy pocas veces los textos llegan a elevarse hasta temperaturas usualmente relacionadas con lo lírico. Y este aspecto es el que justifica, por vez primera, la referencia a Jack Spicer que abre el libro: quizá la misión del poeta no es conmover, ni atrapar el tiempo, sino desentrañar los mecanismos que van conformando y deshaciendo lo vivido. En esta misma línea, Temporal, con su organización por capítulos, no pretende ser una colección de poemas de mayor o menor intensidad: su apuesta, como la del poeta lingüista de San Francisco, es por el poema en serie, por una narrativa, en este caso, de trasfondo emocional e inspiración cinematográfica.
La valentía de no complacer o escandalizar al lector es, por lo tanto, uno de los mejores logros de Diego Otero. En tal sentido podemos destacar la forma en que en este coherente universo irrumpe la ciudad de Lima, su miserabilismo y la indiferencia que el mismo suscita en distintos sectores sociales. Situaciones descritas tenuemente y que ante todo son un correlato de las sensaciones del narrador y de los personajes del libro.
Temporal es lo que se padece, pero también lo que acaba. Estos poemas tenues y prolongados, son difíciles de asir y hasta de respirar, como la niebla de Lima: se requiebran y parecen concluir antes de tiempo, casi sin haber sido. Y no obstante duran, exponen una discursividad sin énfasis, cuya mayor apuesta es por una trascendencia modesta. La única que es posible perseguir desde el otro lado de la herida.