Wednesday, July 19, 2006

Ganivet

Aquella tarde de viernes había decidido vencer el genuino miedo que siempre le he tenido a la gente. Yo era un estudiante retraído en la Facultad de Literatura de San Marcos. Mi madre me había convencido de ir a la universidad y yo había aceptado sin saber bien porqué. A ella no le importaban mis estudios en realidad; lo que le interesaba era que me relacionara un poco más con los otros o le llevara a casa a una dulce muchacha y se la presentara como mi mujer. Mi madre temía que yo fuera homosexual. Sin embargo, no sólo perdí la virginidad en su cama, sino que lo hice con una de esas amigas liberales con las que salía antes de volverse a casar. Aunque nunca hablamos del asunto, siempre supe que ella lo planeó y decir que me importó, sería mentir. Ni siquiera sentí vergüenza. Desde la muerte de mi padre, yo he sentido por mi madre una adoración desmesurada y he tratado de complacerla en todo.
Me convertí, pues, en un estudiante por obra y gracia de sus fobias. No pude, sin embargo, relacionarme con nadie. No sólo nunca le llevé algo parecido a un ser humano a casa, sino que de pronto se me ocurrió que la idea de asesinar a su nuevo cónyuge no carecía de cierta, armónica, justicia. Tuve, sin embargo, mis reticencias. Luché contra mi oscura moral y terminé rechazando lo más hermoso que puede nacer del pecho de un verdadero poeta: la irracionalidad.
Pensaba yo: ¿es el advenedizo un mal hombre? Y, no, no lo era en absoluto. Mi padre sí que lo era, este sujeto era insignificante. Su bondad era tan odiosa como la de todos esos hombres despreciables que nada leen, que gastan sus horas pensando en el mañana con la más estúpida de sus sonrisas. Debía matarlo, sin duda. Estaba clarísimo. Estaba tan claro que las hermosas palabras de Monsieur Mersault resonaban con violencia en mi cabeza. Palabras del horror más perfecto, de la verdadera desnudez ante la angustia de la que hablaba Heidegger. Palabras de profeta que me inspiraron los más atroces sentimientos: "Alors, j’ai tiré encore quatre fois sur un corps inerte où les balles s’enfonçaient sans qu’il y parût. Et c’était comme quatre coups brefs que je frappais sur la porte du malheur.1"
¿Por qué no lo maté? No lo sé, simplemente no lo hice. Al principio no dudé en atribuirlo a mi falta de carácter. Luego me di cuenta del terror que sentía. No de verlo desplomarse o de presenciar el cambio escalofriante de una mirada que se esforzaba en serme paternal. Sé –sabía entonces– que mis actos podían ser interpretados como los de un loco. Pero yo no me sentía así. Lo quería matar y punto. El terror aparecía cuando imaginaba los ojos de mi madre cerrarse para siempre. Sin ella, sentía un agujero en el estómago, una soledad infinita. Cuando pensaba en un mundo sin mamá, el mundo lentamente se hundía.
Con el tiempo no llegaría a comprender a las personas. De hecho odiaba a casi todos los compañeros sanmarquinos:
1) A los que ya me habían invitado a formar parte de sus movimientos de izquierda y estaban tan politizados que preferían sabotear las clases.
2) A los que me invitaban a participar como poeta –sabrá Dios quién les había dicho que lo era– en recitales culturales donde se rendía pleitesía a personajillos de lo más insoportables (nunca, como entonces, sentí tanta vergüenza ante las monstruosidades que la poesía puede permitir).
3) A los que ni me invitaban ni me hablaban ni nada de nada, tan sólo porque, al igual que a ese señor que vivía en casa, los veía más alegres, más vitales, menos reales que yo.
Yo mismo me sentía despreciable. Salvo un grupito de estudiantes que había observado leyendo en los jardines, nadie despertó mi curiosidad. Fueron precisamente estos ‘amigos’ los que me llevaron a aplazar el crimen. No sé si fue voluntario pero empecé a distraerme con ellos. Me gustaba escucharlos cuando hablaban sobre esas cosas que nunca pasan de moda en un pasillo de Letras. Por ejemplo: la expulsión de César Moro del movimiento surrealista por sus "tendencias homosexuales"; el encuentro entre Allen Ginsberg y Martín Adán en el Bar Cordano; los dos tiros de revólver que Verlaine le asestó a Rimbaud en Bruselas; los Efímeros Pánicos de Arrabal, Jodorowsky y Topor en el París de los sesenta, sendos psicodramas estridentes en donde un perro podía tranquilamente suicidarse en escena; la locura de Zelda, la hermosa esposa de Fitzgerald, quien trató de humillarlo hablándole del nimio tamaño de sus genitales, lo que, según Hemingway en París era una fiesta, los llevó a ambos a desmentirla con una inspección ocular en un baño parisino; el juego mortal con el que un dopado William Burroughs, fungiendo de Guillermo Tell, asesinó a su esposa Joan Vollmer de un balazo mientras ésta sostenía un vaso de tequila sobre la cabeza; la llegada de William Faulkner al Perú de la mano del escritor Carlos Eduardo Zavaleta; el puñetazo que Vargas Llosa le propinó a García Márquez dentro de un cine mexicano; el intenso romance que sostuvieron dos de los niños bonitos de las letras sudamericanas: Elena Garro y Adolfo Bioy Casares; y así, un sinfín de acontecimientos literarios que, revestidos por un aura mística y de cierta solemnidad, nadie reconocía como chismes.
Yo, como ellos, disfrutaba el chisme. Particularmente, me gustaba mucho una de las anécdotas que nos contó Marita. Marita era una poeta muy buena y obesa que escribía versos eróticos. La historia ocurrió en Lima, no hace muchos años; habla de poetas peruanos en un taxi. Digamos, para ser efectistas, que el carro era uno de esos minúsculos Ticos amarillos y el conductor un alcohólico. Los poetas salían de un bar barranquino y ya andaban bastante ebrios. Como buenos ciudadanos o como dignos poetas que no conducen, ninguno de ellos tenía coche. De manera que allí estaban José Watanabe, Luis La Hoz, Carlos López Degregori, Antonio Cisneros, y de repente, no puedo asegurarlo, Rodolfo Hinostroza, trepando al taxi que los devolvería a sus casas, cuando uno de ellos miró al taxista y le dijo algo que pudo ser una broma pero que a mí me sonó a magia: "maneja con cuidado compadre; si nos chocamos esta noche aquí se acabó la poesía peruana."

1 Me gustaría mucho traducirle esta frase de Monsieur Mersault, el protagonista de L’étranger (1941) de Albert Camus. Sin embargo, siendo fiel a ciertas prácticas y creencias personales, por su bien, amabilísimo lector, le recomiendo que busque un diccionario e improvise su propia traducción. En el futuro, cuando todos sepamos un poquito de francés en el mundo, sé que se acordará de mí con alguna nostalgia.