Friday, April 07, 2006

Una épica de los secretos

Por Alonso Cueto

Decidí escribir La hora azul en el año 2002, luego de una conversación informal con mi amigo Ricardo Uceda. Por entonces Ricardo estaba preparando la edición de su li­bro Muerte en el Pentagonito y me contó varias historias que había recogido para su libro. Una de ellas se me quedó fres­ca en la memoria. Durante la guerra, a comienzos de los años ochenta, un alto jefe militar mantuvo a una prisionera, de la que se había enamorado, vivien­do con: él en Ayacucho. En una oca­sión, cuando su jefe no estaba, un par de oficiales de menor rango invitaron a la prisionera a tomar cervezas. En medio de la improvisada juerga, ella escapó.
Como la historia seguía dándome vueltas, decidí escribir un relato que al comienzo no sabía si sería una novela o un cuento. Era la historia de un aboga­do de mucho dinero que descubre que su padre, un oficial de la Marina du­rante la guerra de Sendero, se enamo­ró de una prisionera. Al descubrir esta historia, el abogado decide encontrar a esta mujer. La novela es así, inicialmen­te, la historia de una pesquisa policial, solo que en este caso, no se trata de encontrar al culpable sino paradójica­mente al inocente, el que va a decir la verdad.
Una vez que decidí escribir el libro, viajé a Ayacucho y estuve en Huanta y Huamanga. Estar en Ayacucho, con­versar con la gente, es entrar en un hervidero de historias atroces, todas relacionadas con los muertos. En Huanta me acerqué al cuartel donde imagina­ba que mis personajes habían estado. Frente al cuartel, donde un mototaxista me había llevado escalando un cerro, tomé varias fotos. Al verme, el guardia de la torreta me apuntó con su fusil. El mototaxista, bastante más cauto que yo, estaba a punto de huir pero lo convencí de quedarse. Felizmente logré también convencer al guardia de que yo era un turista despistado y me fui. Luego esas fotos y otras que tomé en Huanta y Huamanga me sirvieron mucho para mi trabajo.
Estar en Ayacucho esos días me hizo sentir las opresiones del duelo, las ga­nas de hacer estallar el mundo que tie­nen los sobrevivientes. Luego en Lima, estuve también en la zona de Huanta 2, en San Juan, conversando con algu­nos migrantes.
La novela puede ser definida como una exploración en la maldad oculta de las familias. Todos los individuos y también los grupos -familias, socieda­des, comunidades-, requieren alma­cenar en su inconsciente un paquete de secretos para poder continuar su marcha. En el curso de cualquier vida individual, familiar o social, se revelan periódicamente, a veces por azar, mu­chos de esos secretos. Estas revelacio­nes son mensajes del lado oscuro, una zona clandestina y vedada de nuestro ser. Creo que una de las tareas de la novela es precisamente recoger estos instantes privilegiados, los momentos en los que las zonas oscuras, olvidadas, postergadas, reaparecen ante nosotros y se revelan para siempre.
En la vida social, asimismo, muchos tenemos la ilusión de vivir en un uni­verso separado de otros grupos o indivi­duos a los que consideramos demasia­do distintos a nosotros. Es lo que ocurre con frecuencia en una sociedad pluricultural como la peruana. Sin em­bargo, estos grupos que se creen tan distintos, conviven, tienen relaciones es­trechas y terminan comprendiendo que están Últimamente vinculados con los otros de los que creían estar separa­dos.
A lo largo de La hora azul, el pro­tagonista, Adrián Ormache, se adentra en zonas del Perú que jamás había imaginado y conoce historias de la guerra que no había pensado posibles. Su viaje es el ingreso en el reino encantado de la maldad. La novela es por eso, en cierto modo, un cuento de hadas al revés, la historia de un hombre que siempre ha vivido en un mundo encantado y que de pronto descubre la verdad a su alre­dedor. Esa verdad toma la forma de una mujer a la que busca.
Siempre me he sentido seducido por la capacidad de los seres humanos de guardar secretos terribles y de con­tinuar sin embargo aparentando una vida normal y hasta feliz. Si algo me fascina de las novelas es la posibilidad que ofrecen de emprender el camino de regreso hacia esa matriz del mal que la vida diaria nos acostumbra a ocul­tar. Todos tenemos esa zona de penum­bra, el paquete de secretos propios que no nos atrevemos a abrir. Leer y escri­bir novelas tiene que ver con la curio­sidad con la que enfrentamos una ha­zaña como esa.