Sunday, March 12, 2006

El oficio de vivir

Entrevista a Mario Vargas Llosa

Por Fernando Rimblas

El laureado escritor llega a los 70 años en un momento dulce de su vida y su escritura. Novela, ensayo, cine y teatro respaldan la vitalidad inagotable de un creador maduro

Sobre su mesa de trabajo, una manada de hipopótamos guarda el humor y el trabajo de Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936). Tal vez sea esta colección, repartida entre sus casas diseminadas por el mundo, guardiana de los secretos creativos de un escritor fundamental del siglo XX.
Llega a los 70 en una verdadera explosión creativa.
Espero mantener ese estado hasta que me muera, estar muy vivo hasta el final.

¿Aumenta la pulsión creativa con el paso el tiempo?
Nunca me ha preocupado mucho el tiempo. La idea de envejecer, de morir, no es algo que me haya obsesionado ni angustiado, salvo en períodos en que -por razones diversas- he tenido que interrumpir mi trabajo, o no he podido mantener mi ritmo normal. Mientras estoy comprometido con proyectos que me apasionan no tengo la preocupación del tiempo ni de la decadencia. Creo que uno debe mantenerse vivo como si fuera inmortal, que la vida es hermosísima y que no hay más que esta, así que hay que aprovecharla al máximo, y no concibo mejor manera que tratando de realizar tus ilusiones. Entonces, sí, llego a los 70 años, una edad muy respetable, pero no me siento viejo en absoluto. Por lo menos psicológicamente.

Uno de los ganchos promocionales utilizados para vender su último libro reza: "Por fin van a encontrar al Vargas Llosa de izquierdas". ¿Es usted tan de derechas?
En realidad, ese tipo de categorías no esclarece nada, son conjuros, una manera de descalificarte y de sentirse seguros en su rincón. Yo creo que en muchas cosas soy lo que convencionalmente se llama de izquierdas: una persona que cree en la sociedad laica, en las reformas sociales, que está a favor de las uniones gays, del aborto, de la despenalización de las drogas. Pero, al mismo tiempo, amo profundamente la libertad, creo que es una de las más grandes conquistas de la humanidad y que debe ser defendida de una manera muy convencida, y eso me lleva muchas veces a desencuentros radicales con la izquierda, porque hay sectores que no tienen esa concepción de la libertad y están dispuestos a sacrificarla por el poder. De modo que ataco a los dictadores, sin excepción, incluidos los de izquierdas, como Fidel Castro, o Hugo Chávez, como ataqué desde el primero hasta el último día a Pinochet. ¿Ahora soy de derechas por criticar a la izquierda y no tragar con lo que esta traga muchas veces, con el nacionalismo, y hasta el racismo? Por lo demás, de la derecha me distancian muchísimas cosas, yo no soy un conservador, no creo que el modelo ideal de una sociedad esté en el pasado. Soy un liberal, creo que, al contrario, el modelo ideal de sociedad hay que seguir construyéndolo, perfeccionándolo.

¿Conserva aún el intelectual una función pública?
Creo que sí, aunque menos de lo que creíamos de jóvenes. En los años 50, incluso en los 60, la idea generalizada era que un intelectual podía influir en la vida política y social, que sus opiniones eran importantes, y que por eso había que comprometerse. Hoy creo que había mucha ingenuidad en esa idea. Pero tampoco estoy de acuerdo con quienes creen que la literatura, o la cultura en general, no tienen mayor efecto sobre la historia, que es una actividad fundamentalmente de entretenimiento -muy elaborado, superior, pero de entretenimiento-, y que no deja huella en la vida política o social. Eso me parece inexacto, y en ese sentido, sí hay una responsabilidad de parte de los artistas y de los intelectuales, sin ninguna duda.

Tiene casa en París, en Madrid, en Lima, en Londres. ¿Qué obtiene de cada una de las ciudades donde habita?
Desde muy chiquito, cuando aún no lo sabía, quise ser ciudadano del mundo, o quizás de Europa, porque mi sueño era Europa, era París. Y bueno, la vida me ha gratificado en ese sentido, vivo con mucha libertad, cambiando de lugares, y no me siento extranjero en ninguna parte, ni siquiera en Londres, donde lo normal es sentirse extranjero.

¿Qué recuerda del Perú de su infancia?
Yo pasé mi infancia en Cochabamba, en Bolivia, me sacaron de Arequipa con solo un año, así que todos mis recuerdos de infancia son bolivianos. Pero en mi familia -que era un poco bíblica: en casa vivíamos mis abuelos, mis tíos, mi madre, yo, mis primas-, se cultivaba muchísimo el recuerdo del Perú, de Arequipa sobre todo, de esa ciudad del sur donde nací, de donde era la familia. Y entonces yo me sentía, por supuesto, muy peruano, muy arequipeño, pero no tenía recuerdos propios, sino heredados de mis abuelos, de mi madre, de mis tíos. O sea, que el Perú fue para mí, primero, una fantasía, y conocí el Perú solamente a los 10 años, cuando fui a vivir a Piura, donde pasé dos años. Ese fue mi primer contacto con el Perú y esos recuerdos me marcaron y han sido fuente de varias historias. Después, a los 11 años fui a Lima, una ciudad con la que tuve desde el principio una relación muy difícil, porque ir a vivir a Lima significó separarme de mi familia materna, a la que quería mucho y que me había mimado mucho, y vivir con mi padre, con quien yo no había vivido hasta entonces, una persona muy severa, muy rígida, muy autoritaria, a quien yo tenía mucho miedo. Así que mis primeros recuerdos de Lima son más bien desastrosos y quizás por eso he tenido una relación conflictiva con Lima; creo que eso se ve bastante bien en las novelas. Pero en el Perú están las referencias, allí me formé, suyo es todavía el español en el que hablo y escribo, a pesar de que he vivido ya mucho más tiempo fuera que allí.

¿Conserva algún objeto, desde no recuerda cuándo, que le haya acompañado durante mucho tiempo?
Una pariente mía, una chiquilla que estuvo viviendo con nosotros en París, murió en un accidente de aviación, en Pointe à Pitre, en Guadalupe, y tuve que ir a identificar el cadáver, espantosa experiencia. Desde entonces guardé en mi cartera un retazo del vestido que llevaba esta sobrina. Hasta hace muy poco, cuando me robaron la cartera en Amsterdam, llevaba ese recuerdo cariñoso de una persona a la que quise mucho, y que había guardado durante prácticamente 30 años.

¿Qué ha causado más víctimas inocentes en la historia, las banderas o la religión?
La primera razón de violencia en el mundo ha sido la religión y la segunda, el nacionalismo. Todas las grandes guerras de religión tienen también un contenido nacionalista muy fuerte. Son las dos fuentes principales de Apocalipsis en la historia.

¿Seguirán siéndolo?
Lo son en la actualidad. Estos días tenemos una confirmación trágica y al tiempo grotesca de cómo la religión puede incendiar un clima, crear la incomunicación. El nacionalismo lo vimos, por ejemplo, en los Balcanes, en el corazón de Europa: de pronto ese estallido irracional de inhumanidad, de salvajismo. Cuando se escarba en esas catástrofes siempre se llega a una raíz que tiene que ver con la religión y con el nacionalismo.

¿Quién es culpable?
Quienes asumen la religión de una manera fundamentalista, excluyente, fanática, y quienes hacen del nacionalismo una religión. El nacionalismo convierte en religión algo en su origen perfectamente legítimo, la identificación con el lugar donde se nace, con la lengua, con el entorno, un sentimiento positivo que si se transforma en una forma de fe excluyente y fanática produce una terrible violencia. Es muy triste comprobar que la cultura -que el siglo de las luces pensó que sería el gran antídoto contra el fanatismo, la intolerancia, y contra esa forma de irracionalidad que es querer imponer una verdad única- no resulta suficiente contención frente a la barbarie. Al contrario, hemos visto que países tan civilizados como la Alemania de los años 30, el país más civilizado del mundo, se entregaba a la locura colectiva del nazismo. En el mundo islámico ocurre algo parecido. A veces no son sectores ignorantes, sino figuras de mayor nivel intelectual las que asumen directamente esta forma irracional de fe, de negación, de exclusión del otro, que conduce irremediablemente a la violencia.

¿Hay un componente violento en la naturaleza humana?
Sí, hay un instinto de muerte, de destrucción en el ser humano, siempre presente en la historia, que en períodos se atenúa o se sublima, a veces en el arte, a veces en el amor, pero que subyace siempre en la vida y en determinadas circunstancias aflora y causa las catástrofes más espantosas. Uno de los mecanismos que encontró el ser humano para atenuar ese instinto destructor ha sido la democracia, la posibilidad de una coexistencia de credos, costumbres y lenguas, a través de concesiones mutuas. La democracia ha hecho avanzar extraordinariamente a la humanidad, pero no ha podido erradicar ese instinto de destrucción enraizado en nosotros. Para los creyentes ese es el pecado original; para los demás tiene que ver con los instintos, que a veces prevalecen sobre la racionalidad, la anulan, obnubilan al ser humano y al final imponen el imperio del odio. La tolerancia es la única garantía de la supervivencia.

¿Ha cambiado tanto la perspectiva histórica que lo que en los 60 era un proyecto posible hoy es tan solo una vía muerta que acabará necesariamente en pesadilla?
En los años 60 la ilusión de la sociedad perfecta había echado raíces en toda una generación a lo largo de medio mundo. El 68 es una expresión de ese sentimiento, que ya se daba antes, a partir del triunfo de la revolución cubana, de que se podía construir la sociedad perfecta a través de una acción de vanguardias heroicas, sacrificadas. La ilusión produjo figuras muy atractivas, románticas, pero el balance final dejó en América Latina una multitud de dictaduras militares absolutamente despiadadas, implacables, que encontraron en las guerrillas, en los movimientos de liberación, el pretexto ideal para interrumpir los procesos democráticos iniciados en algunos países o simplemente para acabar con tradiciones democráticas arraigadas, como en Chile o Uruguay. Hubo luego que empezar desde cero, reconstruyendo esas democracias que los grandes idealistas satanizaron y presentaron como la máscara de la explotación. Al final, la humanidad descubrió que la democracia era preferible, que era preferible renunciar a la sociedad perfecta y aceptar el principio de las sociedades perfectibles a través de la democracia, de los consensos, de las instituciones, porque así morían muchos menos inocentes de los que murieron por esos maximalismos revolucionarios que llevan a la destrucción de las libertades, y la destrucción de las libertades no trae progreso social, contrariamente a lo que enseñaron Sartre o Luckás, todos los grandes gurúes de los años 50, Marcuse también, de quien Josep Pla decía: "uno de esos grandes pensadores que contribuyeron como nadie a la confusión contemporánea", frase magnífica.

¿Qué complejos arrastra Latinoamérica?
Una incapacidad manifiesta para aprovechar las oportunidades que se le presentan y una tendencia a perseverar en el error. Aunque quizás sea injusto generalizar, porque hay menos dictaduras hoy, aunque tenemos la más longeva del mundo, la de Fidel Castro, 45 años ya, más de tres generaciones de cubanos. Tenemos también a un fenómeno, ese pequeño Fidel que es Hugo Chávez, cuya aspiración es suceder a Castro como dictador longevo. Pero con esas excepciones, América Latina tiene democracias, bien que imperfectas, y un fenómeno interesante que no existía hace 20 años: una izquierda democrática, la de Lula, Tabaré Vázquez, el caso magnífico de Chile con Lagos y Bachelet, una izquierda que acepta el juego democrático, liberal en políticas económicas, a la manera de un Tony Blair o del socialismo de Felipe González en España, con grandes beneficios para el país, como los que se lograron en España. Es un fenómeno nuevo en América Latina.

Invítenos a cenar en Lima.
La comida es una de las mejores cosas que tiene el Perú. Pablo Neruda decía que en el Perú se come o no se come; ahora, quienes comen, ¡qué bien comen! En el Perú hay una cocina muy rica, con inventiva. La comida es uno de los aspectos de la vida donde se ha desarrollado más la creatividad de los peruanos, tal vez por la gran tradición represiva de nuestra historia: desde la época prehispánica teníamos imperios desarrolladísimos, pero controladores de la vida, así que la gastronomía era una actividad donde se podía desarrollar con toda libertad la imaginación, la fantasía. Últimamente pasa algo curioso en Perú: todos los chicos y chicas quieren ser chefs.

Con unas materias primas extraordinarias.
Claro, y así la comida es muy rica y variada, y además, motivo de orgullo, de presentación, incluso un pueblo muy pequeñito introduce variantes en los platos típicos. Veamos entonces, un menú. Para mí es muy especial el chupe de camarones, un plato típico de Arequipa, absolutamente maravilloso. Si sobrevives al chupe y eres valiente, puedes comer de segundo un lomito saltado con arroz o un seco de cordero, plato del norte, o si no, un arroz con pato, de Chiclayo. Y así podría continuar un menú interminable, recorriendo toda la geografía peruana.


La obligación de escribir con autenticidad

¿En qué ha cambiado el Mario Vargas Llosa lector? ¿Qué lectura le sigue haciendo disfrutar?
Todavía no tenía cinco años cuando empecé a leer, y recuerdo cómo se me ensanchó el mundo, cómo me sentí de pronto viviendo en más sitios, transformándome en muchas personas. La vida se multiplicó de manera extraordinaria y ese tipo de milagros todavía los vivo cuando un libro me apasiona. Claro que mis lecturas están en parte condicionadas por mi trabajo, por lo que estoy escribiendo. Y después están las lecturas por puro placer, muchas veces relecturas de autores que me han marcado, como Flaubert, Faulkner, libros que he releído, como Madame Bovary, que me marcó tremendamente, pero también contemporáneos. Pero en algo he cambiado: de joven creía tener la obligación moral de terminar todo libro que empezaba, aunque me aburriera infinitamente.

¿Qué le han dado los libros?
Sin los libros que he leído, sin las ideas que me convencieron, que se integraron en mi manera de ser, hubiera sido mucho peor de lo que soy y hubiera tenido una visión mucho más pobre de la realidad, una sensibilidad mucho menos alerta. Es decir, la literatura y la cultura sí influyen en la vida, pero no creo que eso pueda decidirse de antemano y planificar actividades creativas para conseguir determinados efectos. No funciona automáticamente, sino de una manera sutil, imprevisible, pero que deja una tremenda huella en la vida.

¿Qué escritores detesta pero admira?
Por ejemplo, Louis Ferdinand Celine, un extraordinario novelista que refleja un mundo negro, de sordidez, mediocridad y mezquindad, con esa verba popular, sabrosa, vulgar; y, al mismo tiempo, un personaje repugnante, un racista antisemita, autor de uno de los libros más asquerosos que se han escrito, las Bagatelles pour un massacre. Pero hay muchos casos de personajes poco estimables y, sin embargo, extraordinarios escritores.

¿Cómo se depuran las responsabilidades de la literatura?
Un escritor tiene la obligación de escribir con autenticidad, volcar lo que lleva dentro, aquello por lo que es escritor. Pero sin disciplina esa autenticidad por sí sola no vale. Creo que no se ha escrito ningún gran libro que no sea la expresión auténtica de una personalidad. Auténtica no quiere decir buena, puede ser perversa, pero creo que las obras que quedan en la memoria porque nos revelan algo muy profundo de nosotros mismos, son las que están escritas como una especie de inmolación. Quizá el caso más alentador es el del escritor que está siempre buscando, aunque a veces se rompa la crisma en el intento, y para el que la literatura es siempre un juego peligroso. Ese es el escritor que admiro más.

¿Por qué ha dedicado un ensayo a Víctor Hugo?
Hugo tenía una facilidad para escribir casi inhumana. Acababa una obra de teatro en una semana, una novela en tres. A veces le salían cosas muy pobres, pero también cumbres tan extraordinarias como Los Miserables, una obra maestra absoluta. Víctor Hugo es un caso extraordinario de gran creador, cuyo equivalente en nuestra lengua sería Neruda, autor también de una obra gigantesca, donde hay de todo, obras maestras, hojarasca y a veces cosas malísimas. Víctor Hugo, cuya faceta retórica resulta de dudoso interés para el lector contemporáneo, sigue deslumbrando con libros como Nuestra Señora de París o Los Miserables, y parte de su poesía, o incluso por aspectos que se mencionan menos, como su pintura visionaria, de sombras y castillos, muy creativa y muy vigente todavía.


"La política se ha petrificado"

¿Cuáles son las tres certezas valiosas que guarda en el bolsillo?
Una no es mía, la dijo Popper y a mí me convenció absolutamente, y siempre la repito: Con todas las cosas que andan mal en el mundo, nunca la humanidad vivió mejor, nunca ha tenido mejores instrumentos para poder derrotar a los grandes demonios, el hambre, la enfermedad, la ignorancia, la explotación. Es algo que conviene tener presente, sobre todo frente a los pesimistas: hace 50 años vivíamos peor que hoy. La segunda certeza es que nunca sacrificaré mi libertad por nada, para mí es una condición sine qua non de la existencia. La tercera es que la vida, aunque esté habitualmente llena de decepciones y frustraciones, a pesar de que nunca llegaremos a materializar nuestros sueños, es siempre absolutamente maravillosa.

Conoció España muy joven. ¿Cómo ha cambiado?
España el caso más extraordinario de transformación de una sociedad que he visto. Llegué a España en el año 58 y se parecía mucho a los países subdesarrollados de América Latina, una dictadura brutal, un país de contrastes sociales y económicos a nivel sudamericano, con una minoría de alto nivel de vida, una escasa clase media y una masa enorme de españoles pobres, que emigraban. España vivía completamente ensimismada, era un país acuartelado. Los jóvenes españoles no pueden imaginar la España de hace 40 años, hoy que parece como si realmente la democracia fuera la historia de España.

¿Qué hipoteca dejaremos a las generaciones posteriores?
Los seres humanos son ciudadanos del mundo, y eso ofrece oportunidades extraordinarias pero también puede ser fuente de grandes catástrofes. En los últimos 50 años el mundo ha cambiado más que en toda la historia, de manera que es posible que dentro de 20 años el mundo sea otro. Estamos en una frontera.

El 65 por ciento de los menores de 30 años no muestra el menor interés por la actividad política. ¿De qué andamos más escasos, de gestores eficaces, de políticos honestos, de intelectuales que levanten la voz?
Ese es uno de los grandes problemas actuales. La política se ha petrificado, y el gran desafío para las democracias desarrolladas es la renovación. Habría que devolver la ilusión por la política a los jóvenes. Es muy difícil que una democracia se regenere sin la participación de los mejores en la vida política; y desgraciadamente, cada vez hay un desafecto mayor por la política, que es considerada despreciable. Hay que devolver la dignidad y la decencia a la política.