Tres poetas no tan jóvenes y su pasaje a la adultez en un país demasiado doloroso
El año 2005 se publicaron libros de poesía verdaderamente notables de poetas nacionales como los de José Watanabe, Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Mario Montalbetti, Mariela Dreyfus o Magdalena Chocano, entre otros. En esta ocasión hemos querido mostrar a un grupo de poetas que, en sus textos, expresan una madurez inusual y un oficio impecable, que confirman lo dicho. Se trata de tres compañeros generacionales cuyos temas, y no por pura coincidencia, son la muerte, la enfermedad y el destierro.
Por Rocío Silva Santisteban
Los tres aprendieron al Perú en sus años universitarios, mientras asistían a talleres de poesía o clases sobre Góngora y escuchaban el sordo eco de las bombas que sitiaban la ciudad. Todos han bebido cerveza, han fumado hierba, han cubierto sus llagas con palabras y han querido huir alguna vez. Es inevitable que tengan en común temas recurrentes que, cada quien a su manera y en muy diferente estilo, tocan con destreza despiadada para entregar al lector una espléndida mirada sobre el paisaje cruel de aprender, en el Perú, a ser un adulto. Y los tres, a pesar de todo, atraviesan el umbral de la madurez con sonrisas infantiles.
En los tres libros las relaciones familiares son el tema central y están marcadas por la muerte, la ausencia o la enfermedad. Victoria Guerrero en su cuarto libro de poesía, Ya nadie incendia el mundo, muestra escenas de dolor a través del recorrido de la enfermedad en el cuerpo propio, y a su vez, en el cuerpo de la madre. La asepsia de los hospitales, la dureza de enfermarse en la cárcel y la imposibilidad de restituir los miembros cercenados. El paisaje es Lima durante los años más duros de la violencia. Guerrero atraviesa estos parajes con una voz afilada, versos narrativos y certeros, y un aliento épico que sitúa la heroicidad en la propia supervivencia.
Parque Infantil, el tercer libro de Martín Rodríguez-Gaona, narra el recorrido de aprender una pérdida dolorosa: la ausencia del padre. La muerte del padre cobra tal fuerza que, al final del poemario, es el ausente quien toma la voz del yo poético. El lector, entonces, se convierte en voyeur privilegiado de una vida completa, y de sus huellas, a veces tiernamente ingenuas. Se construye en el texto en diálogo —y a veces en reclamo— con el padre ausente, pero poco a poco se va desnudando la voz de tal manera que queda "más de Augusto por Martín".
Luis Fernando Chueca en su cuarto libro de poesía, Contemplación de los cuerpos, propone una verdad contundente: somos el producto de aquellos que nos dejaron, pero no sólo de las muertes de los seres queridos —en el caso del texto el abuelo, los amigos jóvenes, el joven poeta suicida— sino también de las muertes que se han sucedido a lo largo de la historia nacional. Son lo que podría llamarse los muertos de la patria, aquéllos que también construyen la identidad de uno, cuando este "sujeto escindido y roto" requiere de un lugar. Aquí Chueca puede llegar a ser verdaderamente desgarrador, ni siquiera evita el morbo, al contrario, lo estimula: la dificultad moral o ética del morbo es reemplazada inmediatamente por la descripción seca y periodística de la exhumación… entonces nos percatamos que, ante la irreducible contundencia de los hechos, las palabras no pueden ser excesivas. Las palabras, también, hacen la vida.