Cultural: Günter Grass sirvió al régimen nazi. No fue el único genio de las letras que lo hizo
Por Iván Thays
La reciente confesión de Günter Grass de haber pertenecido a las tropas de élite nazi han puesto otra vez sobre el tapete el tema de los autores notables que cayeron en lo que el propio Mussolini llamó “la tentación fascista”. Y aunque el caso no se puede extender a Grass, que perteneció al ejército nazi de adolescente y sin mayor incidencia, sí hay una lista de autores que tuvieron que pagar con el aislamiento su postura política. Aquí sus expedientes.
El expediente Hamsun
Cuando Adolf Hitler ascendió al poder, Hamsun tenía cerca de 80 años y ya había publicado toda su obra importante (su célebre novela Hambre se publicó en 1890) e incluso recibido el Premio Nobel en 1920. Por eso, un biógrafo suyo escribió: “hay quienes han querido acortar el largo maratón de su vida a una carrera nazi de cien metros”. Aquella carrera de cien metros hacia el aislamiento se inició en 1940, cuando el pro-nazi y antisemita Vidkun Quisling dio un golpe de estado. Hamsun no solo apoyó a Quisling sino que, estacionándose en la grada más baja de su vida, en un mitin de Joseph Goebbels ofreció regalarle a éste la medalla del premio. Tuvo también un encuentro en los Alpes austriacos con Hitler (reunión descrita inolvidablemente en la película Hamsun del sueco Jan Troell como un diálogo de sordos: Hansum le pegunta por el futuro de Noruega mientras Hitler se empeña en que le cuente cómo escribió La bendición de la tierra). Derrotado el régimen nazi en Noruega, se consideró a Hamsun senil y se le confinó a un sanatorio mental y a pagar una multa de 325.000 coronas noruegas, suma altísima que lo dejó en la ruina hasta el final de su vida.
El expediente Céline
Louis Ferdinand Céline publicó en 1932 su primera novela Viaje al fin de la noche. Desde entonces, tanto su lenguaje soez como su nihilismo se convirtieron en una marca personal, celinesca. Cuando en 1937 un grupo de empresarios judíos se negó a estrenar una obra suya, perpetró un panfleto antisemita titulado, con temible premonición, Bagatelas por una masacre. Con la ocupación alemana en Francia, Céline encontró eco para sus prejuicios. Declaró: “Personalmente encuentro a Hitler o a Mussolini, admirablemente magnánimos, infinitamente más a mi gusto, destacados pacifistas, en una palabra, dignos de 250 Premios Nobel”. En 1944, con la liberación de Francia, Céline huye hacia Dinamarca. Desde la clandestinidad, intentó defenderse canallescamente: “Los judíos deberían elevarme una estatua por el mal que no les hice y que tendría que haberles hecho”. Fue capturado en Copenhague y luego de 16 meses de prisión en la cárcel danesa (que él denunció como tortura) y un año más en Francia, se estableció en una casa rodeado de gatos y no quiso hablar más del asunto, aunque encontró defensores que sostuvieron que cuando atacó a los judíos no había ocurrido aún el genocidio. Como si el odio racial que cultivó Céline no hubiera sido el argumento, cuando no el insumo, que avaló el Holocausto.
El caso Pound
Convencido de que el gran enemigo del mundo occidental era la usura fomentada por el capitalismo, Pound se ofreció para advertir a los líderes del peligro. Pudo reunirse con Mussolini, pero Roosevelt lo ignoró. Iniciada la Segunda Guerra Mundial, lanzó desde Roma eufóricas transmisiones radiales, en las que pasó de atacar al capitalismo a insultos antisemitas, loas fascistas y exigencias a EE.UU. para que no ataque a Italia. Derrotado Mussolini, fue capturado en Pisa y encerrado en una jaula en la que debía estar expuesto en todo momento, incluso bajo la lluvia (para evitar “que se escape o se suicide”), y a la cual solo se le permitió ingresar un diccionario chino-inglés y el libro de Confucio que estaba traduciendo. “Soy la atracción de la feria”, dijo. Se salvó de la silla eléctrica al ser considerado “mentalmente incapaz” y lo encerraron en un sanatorio en Washington por 12 años. Cuando consiguió la libertad, viajó a Venecia, donde murió en 1972. Vivió los últimos diez años de su vida encerrado en otra cárcel: su terco voto de silencio.
El caso Heidegger
Martin Heidegger, uno de los filósofos alemanes más influyentes del siglo XX, accedió al rectorado de la Universidad de Friburgo en 1933. No era posible ser rector de una universidad alemana sin carnet del partido nazi, por lo que Heidegger lo obtuvo. Pero su opción política fue más allá del carnet. En su discurso de asunción al cargo dijo: “(…) El propio Führer, y sólo él, es la realidad alemana presente y futura y su ley. Aprended a saber cada vez con mayor profundidad: a partir de ahora cada cosa exige decisión y cada acto responsabilidad”. Pasado un año, renunció al cargo y luego pasó el resto de su vida tratando de minimizar su pasado nazi. Ante el antisemitismo tomó una actitud indiferente, sin participar pero sin oponerse, aunque esa indolencia afectara a su propio maestro, el filósofo judío Edmund Husserl, quien se vio prohibido de usar la Biblioteca de la Universidad de Friburgo que condujo por años. Incluso borró su dedicatoria en la primera página a Husserl de la segunda edición de El ser y el tiempo, aunque mantuvo una en la página 38. Heidegger rompió su silencio respecto al tema en los años sesentas en la revista Der Spiegel, donde no mostró arrepentimiento. Quienes lo conocieron aseguran que, más allá de la vergüenza de haber apoyado al nazismo, le remordía la conciencia el haber intentado convertirse, por ambición, en el Filósofo del nuevo orden que supuestamente iba a instaurar Hitler.