Por Róger Santiváñez
Comencé a escribir poesía durante unas vacaciones limeñas, en el verano de 1963. En aquella época de la infancia yo vivía en Piura –costa norte del Perú- pero pasaba los estíos en Lima en casa de mi abuela materna. Fue allí donde una tarde solitaria, inspirado por una canción de Fabián Forte, escribí una especie de poema-cuento jugando con la palabra castiza "multiplicación" y el título de la balada rock: "Multiplication" que mi hermana Coty, fanática de Elvis Presley, Brenda Lee, Boby Darin, Pat Boone y Sandra Dee, tarareaba todo los días por aquellos anos iniciales de la década del 60.
No podría explicar racionalmente qué impulso me llevó a plasmar esas ideas y sentimientos sobre un papel en blanco. Simplemente sucedió y lo único que recuerdo es una gran sensación de algarabía interna, un fuego en el corazón que me hizo salir corriendo hasta la calle, donde compartí mi emoción con el viento del crepúsculo. Me parece habérselo comunicado sólo a mi madre, quien lo tomó con risueña calma y me aconsejó guardar el papel escrito con letra de primarioso en algún lugar seguro.
Luego viene una larga temporada de silencio hasta llegar a los 15 años. Cursaba yo entonces el cuarto grado de la secundaria en el colegio San Ignacio de Loyola de Piura y una mañana de junio en medio de una clase que seguramente no captaba mi atención, de pronto y sin mediar ningún estímulo evidente principié a escribir unos versos motivados por una extraña furia interior -ahora comprendo que ese remolino de mi alma era la expresión de una inquietante crisis adolescente- pero en ese instante sólo era como un río terrible pugnando por romper los diques, cuestionando todo lo que me rodeaba, brotando cual surtidor de rabia frente a la realidad. No recuerdo ninguno de esos versos pero sí el título del poema por demás significativo: "Mundo".
Algo extraordinario sucedió en mí a partir de esa mañana. Me sentí un poeta. De súbito asumí dicha condición . Yo soy poeta –me dije- y respiré muy hondo saliendo al patio del colegio, en estado de shock ante tal descubrimiento, envuelto en el celofán de la poesía, frente a la barahúnda juvenil de los muchachos en pleno recreo. Hasta ese momento yo no había tenido idea alguna sobre la poesía ni me había interesado en absoluto acerca de ella. Como casi todos los chicos de mi edad mi vida era el fútbol y la collera en la esquina del barrio. Jamás había leído un libro haciendo caso omiso a la insistente recomendación de mi padre –un abogado culto y sensible- quien no cesaba de invitarme a la biblioteca de nuestra casa. A mí –como a todos los patas de mi collera- la idea de leer un libro me producía un soberano aburrimiento. De modo que recién después del poema, le hice caso a mi padre y empecé a inmiscuirme en la biblioteca.
Entonces se produjo en mi espíritu una explosión de inusitadas consecuencias: me encontré con Vallejo en la versión facsimilar -gran formato- de Moncloa Editores y me entregué fascinado a la pasión verbal del genio de Santiago de Chuco, a su guerra total con las palabras del hombre. Evidentemente Vallejo era un monstruo que me transportó hacia territorios insospechados de la sensibilidad. Otra cosa: por aquellos días se le ocurrió a mi padre comprar una grabadora y para probarla cogió un grueso libro de la Editorial Aguilar en papel biblos que resultó ser la obra poética completa de García Lorca y leyó –ante mi pasmada presencia- el increíble "Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías" con lo cual quedo definida para siempre mi vida en la poesía.
A partir de allí ya nada fue lo mismo. No me importaba sino ser poeta y escribir. Enrumbé toda mi vida en ese destino. Inmediatamente mi collera de patas comenzó a mirarme como una rareza. Nadie entendía qué diablos era eso de la poesía. De repente me vi solo y aislado, máxime si había sido víctima de un flechazo de Cupido, quien desconsiderado me templó perdidamente de la chica más linda de mi barrio, a la que nunca le importó mi amor (aunque es justo reconocer que le encantaba escucharme por teléfono inventando los más bacanes piropos a su belleza). Y para colmo de males descubro a Bécquer y sus poemas a la amada imposible en el curso de Literatura Española del colegio, lo que sí francamente me ponía todas las noches al borde del suicidio (o por lo menos del llanto). Entonces me salvó un curita hispano –el profesor del curso- Charlie Riudavest, quien alentó mi vocación y redimió mi pena con su entusiasmo por la poesía y su avasalladora alegría en todos los ámbitos de la vida.
En quinto año de secundaria ya todo el colegio sabía que yo era poeta. Trabé gran amistad con el profesor de Literatura Peruana, otro jesuita español llamado Santiago García de la Rasilla, quien fue responsable de no pocas de mis lecturas de entonces: Valdelomar, Vargas Llosa, Arguedas, Ribeyro, Bryce, Scorza y de nuevo, a cada rato y siempre César Vallejo, de quien este padre era fanático. Él fue tambien quien me hizo estudiar los 7 ensayos de Mariátegui y conocer la depresión social y económica de los pueblos jóvenes de Piura, inculcándonos –junto a otros muchachos- indignación y rebeldía frente a la miseria de nuestro país.
Fue importante así mismo la Embajada Cultural de la Universidad de San Marcos, que llegó a Piura y se presentó en el Teatro Municipal. Allí pude ver a poetas de carne y hueso leyendo sus poemas: Wáshington Delgado, Francisco Bendezú, Arturo Corcuera y el entonces novísimo José Watanabe. Recuerdo vivamente ese recital que me puso en contacto directo con la poesía actual: esa noche refrescante salí renovado del Teatro como si un prístino viento me hubiera dado un rumbo incontrastable para seguir en la poesía con el horizonte de un paraíso por conquistar.
Cuando salí del colegio no sabía qué iba a ser de mi vida. Una noche de ese verano de 1973 dando vueltas por la ciudad y alrededores, en el auto de un amigo que se lo había robado a su padre, me quedé contemplando la oscura profundidad del cielo y sentí de golpe la inutilidad de la existencia. Me poseyó una desolada incomprensión de la historia humana y del más allá. Absorto, entristecido y preocupado por esos amargos y vacíos pensamientos volví a mi habitación, sin entender absolutamente nada de lo que sucedía a mi alrededor. Estaba en un negro pozo de angustia y todavía más, si vemos que tenía la urgencia familiar y la presión social de entrar a la universidad cuando a mí no me llamaba la atención ninguna de las carreras que se me ofrecían. La verdad es que no me interesaba nada. Nada salvo escribir. ¿Pero acaso iba a vivir dedicado exclusivamente a la poesía? Miraba a todos lados y no encontraba respuesta.
En medio de esa incertidumbre y debatiéndome entre la posibilidad o no de viajar a Lima para seguir Ciencias Sociales (que en ese momento estaban de moda al compás de las reformas populistas del gobierno del general Velasco) uno de mis hermanos mayores me persuadió de quedarme en la ciudad, estudiando en la Universidad de Piura. Él me aseguró que si hubiera habido universidad allí cuando salió del colegio -durante los años 50- jamás habría abandonado el terruño. Como la Universidad de Piura brindaba la especialidad de periodismo me convencí de que era una buena opción: ello tenía que ver con la escritura que era lo mío y entonces ingresé a la UDEP con la ilusión de los 16 años.
Pero -oh realidad- el sistema de dicha universidad pronto decepcionó mis expectativas y sólo me quedó refugiarme en la poesía. Rápidamente me convertí en el gran agitador y propagandista de ella por aulas, cafetería y jardines del campus. Por esos días soledosos me ayudaron a sobrevivir los estupendos números de la revista "Hipócrita Lector", editada en Lima por un grupo liderado por Marco Martos, y Estos 13 la antología de la recién estrenada generación del 70 firmada por JM Oviedo. Era poesía fresca, escrita por gente joven con un lenguaje moderno que me hacía sentir contemporáneo a una sensibilidad ajena a la retórica y los monumentos del pasado. En las vacaciones peruanas del mes de julio viajé a Lima y deambulando por el mítico bar Palermo tomé contacto con Gustavo Armijos quien me publicó -por vez primera- un poema en su revista La Tortuga Ecuestre. Cargado con libros que eran oro para mí en ese instante de pureza -Una temporada en el infierno, la antología peruana del 60 Los Nuevos, los poemas de Jhon Donne - volví a Piura más convencido que nunca en la verdad de mi decisión poética. Compuse un libro de poemas Entre el paraíso y el infierno que obtuvo el premio de poesía en los Juegos Florales de la Universidad de Piura. Con eso y una conversación fundamental con Marco Martos decidí emigrar a Lima para estudiar Literatura en San Marcos.
En el verano de 1974 ya estaba en la Colmena "sin saber qué hacer ni qué ómnibus tomar" -como dice Verástegui- cuando conocí a Armando Arteaga, joven poeta quien me introdujo al grupo que acababa de editar El oro de Acapulco -Luis La Hoz y Oscar Aragón- con los cuales fundamos la revista Auki en uno de cuyos números se llamó la atención -por primera vez- sobre la genial poesía de Luis Hernández. Simultáneamente y ya como estudiante de San Marcos principié a reunirme todas las tardes de los sábados -en la plaza San Francisco- con una mancha en la que destacaban Edgar O’Hara y Luis Alberto Castillo. Con el tiempo esta conjunción de poetas de San Marcos y la Universidad Católica dio origen al grupo La Sagrada Familia que publicó la revista del mismo nombre (4 números entre 1977 y 1979). Esta experiencia -importante en mi formación- me permitió superar -dialécticamente hablando- las espinosas relaciones entre poesía y política, siendo así que entre todos los que fuimos de La Sagrada yo señalo a Carlos López Degregori como el escogido por la poesía.
En este contexto escribí y publiqué Antes de la muerte mi primer cuaderno en diciembre de 1979. Cuaderno de aprendizaje, intento de atrapar el alma popular urbana de Lima y también el ser de Piura y su soledad, el dolor de vivir y la esperanza en la Revolución Socialista, en un lenguaje que le debe mucho al coloquialismo imperante (por ejemplo Lihn o Cisneros). Tras la disolución de La Sagrada Familia y junto a la joven poeta Dalmacia Ruiz-Rosas optamos por integrarnos a un grupo de la generación anterior, el movimiento Hora Zero creyendo fielmente en su slogan de "Vanguardia cultural del proletariado, campesinado y demás capas oprimidas del pueblo peruano". Era 1980 y empezaba la década -quizá- más dura que ha vivido el Perú. Si San Marcos me dio el conocimiento y la teoría de cómo debían ser las cosas, Hora Zero me permitió saber cómo eran en la realidad y entonces -según los versos de Rodolfo Hinostroza: "Sumersión prolongada en las formas / para emerger purificado" dimos en fundar el Movimiento Kloaka con Mariela Dreyfus y su lema del momento: "Hay que romper con todo" en la primavera de 1982, en medio de la vuelta a la democracia parlamentaria -tras la dictadura militar de Morales Bermudez- el cuasi copamiento de la sociedad por el narcotráfico y el incendio del país por las huestes de Abimael Guzmán y su partido maoísta Sendero Luminoso. Frente a ello Kloaka levantó una desafiante bandera negra, negando una realidad con la que no estábamos de acuerdo y convocando a la nueva generación del 80, para crear una obra que diera cuenta de la inédita situación y encontrara la belleza en el epicentro del caos.
Hacia el invierno de 1984 Kloaka había cumplido su ciclo de agitación radical colectiva (llegó a proclamarse "conciencia vigilante" de la sociedad) y era la hora del trabajo poético "de alfarero" como dijo Javier Heraud. Compuse y publiqué mi segundo libro Homenaje para iniciados sintiendo alborozado que me encontraba con mi propia voz y que un ritmo ondulante y personal me otorgaba poesía, en el meollo del desamor, las calles lluviosas, los parques abandonados, la muerte de mi padre y el soplo de la madrugada en Lima, La Horrible -como la calificó César Moro-. En 1986 junto a Dalmacia Ruiz-Rosas y José Antonio Mazzotti tuvimos la ocasión de editar el suplemento cultural Asalto al cielo, inolvidable perfomance de periodismo experimental de vanguardia. Ese mismo año el poeta José Alberto Velarde dirigió las ediciones "Kloaka Internacional" con sede en París: 2 números y plaquettes individuales de los novísimos Domingo De Ramos y Rodrigo Quijano.
Inmediatamente después de la muerte de mi padre -en el verano de 1984- había escrito unos poemas en prosa El chico que se declaraba con la mirada evocando escenas de mi niñez y adolescencia piuranas. El fólder quedó guardado hasta 1988 en que gracias al apoyo de Francisco Alcázar, vio la luz en las prensas de Asalto Al Cielo / Editores, entidad fundada en Lima y que el poeta José A. Mazzotti continuó en los Estados Unidos, luego de trasladarse a este país ese mismo año. Justo es recordar en este punto la publicación en 1987 de La última cena antología de la generación poética peruana del 80 que me cupo preparar con José A. Mazzotti y Rafael Dávila-Franco.
Después de toda esta experiencia literaria me seguía obsesionando algo así como la realización de un viaje profundo al rincón más hondo de mí mismo, con la finalidad de sacar a la luz el lenguaje más cierto del inconsciente. Tras variados y renovados intentos por fin en el verano de 1990 -en la lucidez de una medianoche- encontré el tono deseado. Eso fue Symbol y lo escribí en base a un diseño arquitectónico mental. Era la primera vez que un libro mío no resultaba de la reunión de textos en la misma onda, sino provenía de un esquema previo que fui llenando noche tras noche. A nivel del instrumento verbal, debo decir que llevé hasta extremos de inverosímil hermetismo la coloquialidad de la poesía conversacional. Viví una temporada rodeado de personas cuya jerga altamente creativa fue la base y riesgo lingüístico de esa poesía.
Un poco la misma onda salvo una intromisión acaso más personal y principalmente una tendencia mística negativa, me llevaron a escribir durante los días que rodearon el 13 de mayo de 1992 -aniversario de la aparición de la Virgen de Fátima- los poemas de Cor Cordium publicado recién en 1995.
Hasta aquí los libros éditos. Entusiasmado por el universo místico compuse entre 1996 y 1997 Eucaristía y Lauderdale -este último apareció en el número 35 de la revista Hueso Húmero de Lima en diciembre de 1999. Debo consignar también La pasión según San Tiváñez conjunto ininterrumpido de poemas de amor. Durante 1993 y 94 escribí en prosa poética narrativa Historia Francórum con temas referidos a la lejana y otra vez inalcanzable infancia, así como a mi vida bohemia y vagabunda por las calles del Cercado de Lima. Este universo -pero ampliado- me condujo entre 1994 y 97 a la nouvelle Santísima Trinidad publicada en los primeros meses de 1998.
En 1999 volví a Piura -mi ciudad natal- donde pasé una breve temporada y al reencontrarme con las imágenes religiosas de mi primera infancia -ortodoxia católica, si se quiere- brotaron los poemas de "Vasos para Gemas" que en este momento están en prensa en la capital del Perú. Finalmente durante el año 2000 y nuevamente en Piura redacté los relatos de El corazón zanahoria y los poemas de Santa María ambientado en la vieja casa paterna y sus objetos sentimentalmente más preciados.
Ahora me doy cuenta que se trata de una vida entregada a escribir. Desde aquella vez de los primeros escarceos en que opté por la creación no he cesado ni un momento en este extraño compromiso. Ser poeta en un país como el Perú implica -en principio- un enfrentamiento familiar, máxime si uno proviene de una típica clase media, para la cual la poesía significa la gran pérdida de tiempo y el obstáculo ideal para que uno no se convierta en el exitoso burgués que la parentela exige, sino el camino perfecto para terminar en la mariconería, el alcoholismo, la drogadicción, la pobreza, la esquizofrenia y la muerte. En verdad se necesita gran voluntad, fe y una suprema utopía interior (por no decir divina locura) para superar las trabas de un ambiente que por todos los medios (como digo desde el entorno familiar hasta los centros de poder oficial o periodístico cuando no capillas y argollas subliminales) busca anular o destruir la vocación.
De modo pues que ser poeta en mi país conlleva riesgo y lucha. Un poeta en el Perú es alguien raro, distinto, marginal, cuestionador, casi un peligro para las tranquilas y acomodadas conciencias; pero es también el devoto y dedicado cuidador de las palabras de la tribu. De dicha contradicción surge la belleza que -como dijo Breton- será convulsiva o no será. Y nuestra redención frente a la muerte.
Cambridge, marzo 5, 2001 / Para una conferencia en la Universidad de Ottawa, lunes 19 marzo 2001.