José Watanabe murió en Lima, víctima de un cáncer, el 25 de abril de 2007
Por Luis Antonio de Villena
Delicado y simpático, el peruano José Watanabe (al que conocí en Madrid hace un par de años, cuando vino invitado a la Residencia de Estudiantes) mezclaba en su calidez inmediata y fina sus dos sangres. Había nacido en Laredo –un pueblo pequeño al norte del Perú- en 1946, hijo de un emigrante japonés y de una nativa de aquellas sierras. Eran gente pobre, aunque Watanabe recordará siempre la cultura de su padre, que hablaba distintas lenguas. Un azar –la lotería- dio algún dinero para que la familia se trasladara a la capital de la región, Trujillo. Más tarde, José se marchará a Lima, donde ha vivido, para realizar estudios superiores.
Perteneciente a la que llaman allá "Generación de 1970" (en España se conoce, sobre todo, a dos de sus miembros, Antonio Cisneros y Rodolfo Hinostroza) Watanabe es ante todo un magnífico poeta, aunque de dedicación, en general, tardía. Guionista de cine y de televisión, José Watanabe publicó su primer libro, Álbum de familia en 1971, pero el segundo El huso de la palabra –por el que verdaderamente comenzó a llamar la atención- sólo aparecería en 1989. Desde entonces la poesía fue su dedicación principal y parece que crecía su ritmo, también con el reconocimiento nacional e internacional. Quien ha sido, muy probablemente, el mejor poeta peruano de ahora mismo, empezó a ser apreciado en España sólo en 2003, cuando Renacimiento de Sevilla editó su magnífica antología Elogio del refrenamiento. Luego Pre-Textos de Valencia ha editado sus libros últimos, La piedra alada de 2005 y el postrer y muy bello Banderas detrás de la niebla de 2006. Es en estas últimas obras, de trazo refinado y delgado (más acuarelas que óleos) donde se mezclan mejor las culturas y estéticas de Watanabe: el simbolismo y el japonismo. Más cada vez, Watanabe (que no sabía japonés) iba adentrándose en la identidad del budismo y del taoísmo, que hoy no son en absoluto maneras ajenas a la cultura de Occidente. Sus poemas se asientan en la realidad y aún en la anécdota, pero una mirada sesgada hace brotar otra realidad ágil y distinta, como en una suerte de "satori" (iluminación) zenista. Tras la bruma de un puerto, la visión de algo así como inexistentes y espléndidas banderas reconcilian con la vida porque son belleza. Todo en la poesía mejor de Watanabe es cercano –no faltan muchos recuerdos familiares- y todo es diferente. El poema se apoya en lo inmediato y pretende ir más lejos. De ahí su finura y su delicadeza. Como en el titulado "El maestro de kung-fu", el luchador no crea al adversario cuando danza –dice- "él me hace danzar a mi". Lo invisible mueve lo real. Pero nada es abstruso…
Watanabe publicó en Lima, en 2000, una muy celebrada versión libre de la tragedia de Sófocles Antígona. La fusión que ha sabido crear de Oriente y Occidente (más allá de su personalidad y calidad) es sin duda una clara imagen de futuro.