Por César Hildebrandt
Los 28,000 kilómetros cuadrados que serán en La Haya materia de disputa los ha disfrutado Chile de facto desde que ganó la guerra del salitre y el guano, contando para esa victoria con la ineptitud y cobardía de los bolivianos y la minuciosa traición de los argentinos.
Así que no sé por qué tanta alharaca patriótica con esto del doctor Alan García hablándole al Congreso con cara de Bush al día siguiente del 11 de septiembre.
Porque Chile ha sido, de hecho, el dueño de ese mar que el Perú reclama.
Lo que pasa es que el año 2000 Chile, prepotente como siempre, quiso hacer de derecho lo que había tomado de hecho. Y en seguida, en pleno gobierno de Paniagua, inventó el incidente de la caseta movida de lugar. Se basaba Chile en que el Perú no habría de reclamar nada, habida cuenta de la conducta de Torre Tagle en 1999.
En efecto, en 1999 el archipodrido nipón que decía gobernar el Perú –y que contaba con el apoyo del vasto lumpen político doméstico– firmó con Chile un acuerdo de ejecución de lo que había quedado pendiente del tratado de 1929. Fue un acuerdo absolutamente prochileno, que aquí la gran prensa engavetó rápidamente y que el Congreso, contaminado por los Siuras y Medelius, ni siquiera examinó. Gracias a él es que el Perú no cuenta todavía ni con el muelle ni con la línea férrea que debía llegar servida a Arica ni con la estación ni con la servidumbre sobre toda esa área, tal como lo estableció el acuerdo de 1929 por el cual tuvimos que renunciar a Arica para recuperar a Tacna.
Chile estaba convencido de que el excrementicio fujimorismo iba a gobernar al Perú otra década –lo que hubiera sido una gran suerte para ellos: Fujimori era el Melgarejo peruano del siglo XX–, así que dio un paso adelante llevando su cartografía ante las Naciones Unidas el año 2000.
Cuando el Perú desrratizado de Paniagua se enfrentó a la audacia de Chile, lo hizo con Manuel Rodríguez Cuadros al frente. Chile sintió la diferencia cuando Rodríguez Cuadros le envió a Soledad Alvear, la canciller, una propuesta de negociación y le dio un plazo de sesenta días para responder.
La Alvear ni contestó el asunto de fondo. Era lo que necesitaba el Perú para argumentar que se había agotado la vía bilateral. Y es que Rodríguez Cuadros y su equipo habían descubierto que el Pacto de Bogotá le permitía al Perú llevar el diferendo marítimo a La Haya. Era la carta bajo la manga que Chile no se esperaba.
Cuando el asunto estaba por terminar en La Haya vino el cambio de gobierno y Alan García, el presidente electo, mandó a decir que no se hiciera nada porque él podría desautorizar todo.
Al comienzo de su régimen, tanto García como su canciller, José García Belaúnde, dijeron que el diferendo marítimo con Chile no tenía prioridad en la agenda peruana.
Y todo habría seguido así, con Torre Tagle bailando la cueca de la Bachelet, si Chile no comete otro error surgido de su arrogancia: la creación, el 8 de octubre del 2007 –fecha sensible para el Perú– de la región Parinacota-Arica, la décimoquinta región chilena que incluía explícitamente el mar sustraído al Perú.
Ya era demasiado hasta para el prochileno Alan García. Y fue demasiado hasta para los militares que se habían arrastrado en el fango de Fujimori y habían aceptado el agravio nauseabundo de Tiwinza, un regalo que sólo pudieron perpetrar el hombre que sería, pocos años después, candidato a senador por el Japón y el ladrón uniformado que dirigía por aquel entonces al ejército de Bolognesi.
Chile dice que no hay nada que resolver porque, en efecto, desde 1881 disfruta del pedazo de mar que hoy le reclaman. Y porque lo seguiría haciendo, en silencio, si no hubiese querido convertir en usufructo de derecho lo que era puro botín carroñero de su victoria.
Un García desganado ha tenido que ir a La Haya. Lo más optimista es imaginar que el Perú conseguirá, después de varios años, la mitad de lo que pide: 14,000 kilómetros cuadrados de mar. Mientras tanto, se habla de patriotismo y unidad nacional. Pero es Chile el que se arma y el que cada día adquiere más protagonismo en la economía del Perú (un calco de su papel en el siglo XIX). Y esto último es mucho más importante que unos fondos marinos que ya habían dejado de ser nuestros desde la inmolación de Miguel Grau. Pero de esto casi nadie quiere hablar.