Por César Hildebrandt
Se nos ha muerto ayer Patricia Verdugo, la periodista chilena más valiente de las últimas décadas, la relatora para todo el mundo de la llamada Caravana de la Muerte.
La Caravana de la Muerte fue ordenada por esa bestia inmunda llamada Augusto Pinochet y fue dirigida por el general Sergio Arellano Stark. Consistió en matar, en las primeras semanas del golpe de 1973, a unos 75 “marxistas”, cuyos cuerpos servirían de escarmiento y terror en el norte minero chileno, en el sur universitario y donde quiera los consejos de guerra se hubiesen atascado “en formalismos y bobadas”.
La cosa era así. Arellano Stark recorría las ciudades y campamentos a bordo de un “Puma”, un helicóptero de fabricación norteamericana. Bajaba esta rata de andar erguido de su helicóptero, averiguaba cómo andaba el asunto de los detenidos, amonestaba a los jefes militares “blandos”, hablaba de la necesidad de dar una lección al marxismo chileno, subrayaba que viajaba como delegado personal y plenipotenciario del comandante en jefe del Ejército –o sea del general Augusto Pinochet Ugarte– y que sólo a él debía rendirle cuentas y, a continuación, decidía a quiénes y cuándo había que matar.
Y sus órdenes se cumplían, mi general, de inmediato mi general, qué ocurrencia mi general. Y la bestia inmunda monitoreaba y la rata erguida mataba y Nixon aplaudía a rabiar y Kissinger, esa enfermedad de transmisión sexual, asesoraba y todo el Occidente contento y no había mejor marxista que el marxista muerto ni mejor izquierda que la sepultada en fosas comunes ni mejor ejemplo que el de Víctor Jara, pateado hasta morir y luego baleado para redundar (44 orificios de entrada, 32 de salida, rostro irreconocible), ni mejor sociedad que la que proponía “El Mercurio” ni mejor inversión que un buen baño de sangre para regar con ella la obra de los Chicago Boys que vendrían, Amén. (Siete días después del golpe, en el aniversario nacional, el cardenal Raúl Silva Henríquez ofició una misa solemne para toda la junta militar y lo hizo en la llamada iglesia de la Gratitud Nacional).
Conocí a Patricia Verdugo durante uno de mis viajes al Chile prisionero de la bestia inmunda. Éramos casi coetáneos –ella decía coquetamente que me perdonaba ser un poco menor– y nos unía, desde luego, el mismo amor por el periodismo entendido como compromiso y el mismo desprecio por quienes habían hundido a Chile en el abismo sin fondo del fascismo.
Ella ya había publicado “Los zarpazos del puma”, la historia minuciosa de la Caravana de la Muerte. El libro estaba prohibido, por supuesto, pero circulaba en copias clandestinas y se leía con avidez y horror. Cuando la bestia inmunda, prolífico padre de Fujimori, dejó el poder forzado por la insostenibilidad de su régimen, las ediciones de “Los zarpazos del puma” se multiplicaron y sucedieron. Llegó a ser el libro documental más vendido de la historia editorial de Chile y por él, fundamentalmente, es que Patricia, la noble y democristiana Patricia, recibiría en 1993 el premio Maria Moors Cabot. Sólo en 1997, el Chile decente se rindió ante su talento y coraje y le otorgó el Premio Nacional de Periodismo. Mientras tanto había escrito otros libros en los que la investigación también implicaba arriesgar el pellejo y exponerse a las represalias, que en eso consiste el periodismo de verdad.
Gracias a Patricia supimos de algunos detalles infernales sobre las “hazañas” de Arellano Stark. Nos enteramos, por ejemplo, de lo que pasó en el regimiento “Esmeralda”, de Antofagasta, el 18 de octubre de 1973.
La cárcel de Antofagasta estaba repleta de marxistas y sospechosos. Arellano Stark, recién bajado del helicóptero, cumplió el ritual de siempre: revisó la lista de prisioneros y rápidamente puso una señal de bolígrafo en algunos nombres. Esta vez marcó a catorce. Uno de ellos era el ingeniero Eugenio Ruiz-Tagle Orrego, militante del Mapu y gerente de la Empresa Nacional del Cemento.
De inmediato, un equipo de Arellano encabezado por el asesino serial y teniente del ejército de Chile Armando Fernández Larios, el mismo que sería parte del bombazo que mataría en Washington al ex canciller Orlando Letelier tres años más tarde, llegó hasta la instalación carcelaria, sacó a los catorce elegidos, los subió a un camión militar y los fusiló en Quebrada del Way. Antes de ametrallarlos, el teniente Fernández Larios les partió piernas y mandíbulas con la culata de un fusil-ametralladora. A Ruiz Tagle Orrego le hizo algo más: le sacó el ojo izquierdo con el cuchillo corvo de supervivencia que siempre llevaba al cinto. (Por eso digo que a este ejército chileno no habría que temerle demasiado: una institución que procrea y protege a este tipo de alimañas demuestra padecer de una intrínseca degeneración, la misma tara que aquí quiso inocular a nuestras Fuerzas Armadas el japonés mafioso que “La Razón” defiende por orden del fugado Azi Wolfenson y gracias al dinero sucio que distribuye Keiko Fujimori).
La madre de Ruiz Tagle, Alicia Orrego, era militante del derechista Partido Nacional y había salido a cacerolear en contra de Allende. El abogado de la encumbrada familia, Cruzat Paul, fue entonces, horrorizado, a hablar con el presidente de la Corte Suprema de Chile, Enrique Urrutia Manzano, que era amigo y, además, pariente político por el lado de su esposa.
–Venía a denunciar lo que ha ocurrido en Antofagasta –dijo Cruzat Paul.
El juez más supremo de Chile apenas alcanzó a gritar:
–Loco, estúpido, ¿no te das cuenta? Los militares nos han salvado la vida. ¡Sal de mi oficina antes de que llame a los guardias!
Ese era el Chile neoliberal que “construyó” el país “más competitivo” de América. Ese era el Chile que enfrentó, valerosamente y junto a cientos de miles de dignísimos chilenos, Patricia Verdugo. Espero que no haya ninguna misa en su honor.