Por Jorge Luis Roncal
No debería extrañarnos. Y de hecho, no nos extraña, pero nos indigna. El talento marginal tiene que morirse para que las compus -de los diarios, revistas, blogs, incluso las nuestras- ensayen aproximaciones, testimonios, golpes de pecho sobre la frágil y pálida memoria. Se ha marchado Juan, y de poco sirve que hoy defendamos la vigencia de la insurrección creadora que fue la vida del fundador y teórico de Hora Zero, autor no sólo de los tres libros de poesía que publicó –Un par de vueltas por la realidad, Vida perpetua y Las armas molidas– sino de una las más altas aventuras y realizaciones poéticas de las últimas décadas. Abril del 95, cualquier madrugada, diagramamos con Juan en mi vieja macinstosh Las armas molidas interrumpidos de rato en rato por el llanto de mi hijo César Darío, de días de nacido; recién en abril del 96 vio la luz el libro de poesía más atrevido de la década. Lengua, historia, sociedad, rebelión, en lenguaje alfagramático, como le llamó el poeta. Y que la mezquindad y mediocridad de la crítica hegemónica poco menos que ninguneó. Luego de 12 años, en la mañana del sábado, César Darío me anuncia lo que dice la tele: "papá, murió el fundador de Hora Zero", confirmándome lo que ya sabíamos desde el viernes, y que Willy Gómez anunció, desolado, en el Yacana. ¿Cómo murió? Por favor, no dejemos que los buitres conviertan en carroña la rebeldía, la libertad y la soledad. Tampoco le lloremos al estado, por definición excluyente, rapaz, antihumano y hostil al arte. Más bien preguntémonos, o mejor, respondamos, cuánto hacemos -o dejamos de hacer- para evitar que se reiteren sus golpes bajos, su prepotencia, su cinismo. Un viento de rabia nos eriza la piel y el sentimiento. La bella e intensa poesía de Juan, sus páginas inéditas, su entera amistad, nos abrazan, nos abrasan. No nos extraña. Nos indigna. Y nada es suficiente. Hasta siempre, camarada.