Lejos de la ventana de su habitación, el temblor en las manos vino como un gesto inesperado, un tic del cual no tenía control, sollozando enseguida sin lograr desahogarse, viendo de reojo la lámpara de arrugas chinescas sobre la mesita de noche, el ropero apolillado en forma de mastodonte, las reproducciones de Van Gogh pendidas bocabajo contra la pared. Súbita inquietud de Delicia bajo un cielo de telarañas, reprochada consigo misma por no haber ingerido los sedantes, nerviosa en el ademán de alisarse el cabello, a la hora de la siesta general cuando las demás fingían un sueño de plomo y las llaves de los dormitorios colgaban, resignadas, en los clavos oxidados de la portería.
Un pajarito la llamó desde la rama deshojada de una higuera; pero ella esta vez no le hizo caso. Trémula a los pies de la cama, era un ángel con las alas cortadas, una mariposa incolora aguardando tiempos mejores. El silencio parecía aplastarla, cohibirla en esas cuatro paredes que eran su hogar, su ciudad, y entonces cerró los ojos para no sentir, como si aquello bastara. Hacía semanas que no conseguía dominarse, mirar con calma los objetos que la rodeaban, sacudida por sobresaltos que la despertaban en la madrugada y propiciaban un ir y venir inútil dentro del cuarto. Su rostro denotaba los tormentos de esos instantes, y su cabello alborotado era el perfecto bosque invadido por duendes en miniatura. Lívidas ojeras perfilaban a una Delicia-osito panda, a una joven que aparentaba aún conservar el acné y las uñas mordisqueadas, detenida en un tiempo sin edad y sin gloria que la mantenía en el aire.
"Hoy no es un buen día", pensó, chasqueando la lengua, dejando que tibias lágrimas bajaran por sus mejillas; gotas cristalinas, vivas, formando hilillos en una cara pálida, angulosa, cara de mojigata triste. Solo los primeros resplandores del crepúsculo la alegraban, aunque tuviera que soportar inconstantes latidos en la sien, y entre bostezo y bostezo dibujaba una sonrisa blanca, infantil, que desaparecía en cuanto le tocaban la puerta y debía reunirse con las demás. Trataba de evitar en todo lo posible el contacto con ellas, ser una suerte de compañera de ruta que anda del brazo, cómplice de gelatinas y de prozacs. Prefería más bien la privacidad, la lectura atenta de un libro de aventuras, la música suave proveniente del I pod, antes que compartir la mesa en el comedor o los programas de televisión en el salón de esparcimiento. Reacia a los juegos en grupo, una de sus distracciones era contemplar el jardín desde su ventana, ver cómo las aves se posaban sobre los muros desportillados que rodeaban el lugar. Ahora, sin embargo, ni siquiera eso se animaba a hacer, estática en un extremo del cuarto y sin ganas de registrar en su diario, como lo hacía a menudo, esa tarde insípida que no tenía cuándo acabar. En la penumbra de su mente, algo la mortificaba, iba hendiendo los borrosos pensamientos que se agolpaban sin orden ni concierto, poniéndola cada vez más intranquila en medio de imágenes que surgían de improviso, recuerdos que la herían sobremanera, hasta el punto de inducirla a clavar las uñas en la colcha y soltar un gemido.
Todavía pensaba en su casa. Vagos instantes volvían cual fogonazos para inquietarla, actos violentos que la atemorizaron como la asustaban ahora, quieta en su postura de piedra, sollozando pero sin moverse, sutil figura congelada que no cede ni ante el vuelo de una mosca. Podía pasarse así toda la tarde, de pronto igual que una fotografía, inmovilizada tras el ¡click! en un espacio limitado que permitía el correr de los minutos, el transcurso de las horas. ¿Qué acontecía por su cabeza durante aquel lapso? Cualquier niño curioso que la viera en dicha situación diría que incubaba sapos y culebras. Pero Delicia no hallaba respuesta, cuando de un momento a otro parpadeaba y se preguntaba qué había ocurrido, por qué el sol ya no alumbraba con la misma intensidad. Estas ausencias eran comunes si se abandonaba a elucubrar, si caía en hondas aflicciones que la carcomían por dentro; sin embargo, luego de padecer, retornaba del letargo como de un pesado sueño y restablecía sus sentidos al compás del reloj despertador.
Se levantó, fue hacia el tocador —donde el espejo rajado le devolvió su rostro partido por la mitad— y extrajo los cosméticos del cajón. Maquillarse era un divertimento, una forma de pasar el rato, pintar su faz cariacontecida con los fulgores del arco iris. Colores primarios que le daban realce a sus facciones; colores secundarios que distinguían los rasgos meditativos; sombras y rubores para disimular los sinsabores, y un toquecito de polvo en la nariz y en los pómulos a fin de cubrir el miedo repentino. Agrandar los ojos y la boca era crear su propio autorretrato; depilar las cejas, un acercamiento al pudor. A veces Delicia se volvía la madona renacentista italiana, con escaso lápiz labial, y en otras ocasiones, arrebatada por el brillo y la exageración, una cabaretera francesa salida de los lienzos de Toulouse-Lautrec. Ya no estaba para las morisquetas de infancia, menos aún para los guiños y besuqueos de mujer fatal; no obstante, la mona-Delicia sacaba la lengua en un rapto de travesura y libertad, y bizqueaba de cuando en cuando por el regusto de verse fea, cambiada, irreconocible. Sumida en el fragor de la contemplación, una tras otra se fueron sucediendo las diversas caras que ostentó desde la niñez hasta la adolescencia, quedando solamente como único signo inalterable un par de hoyuelos en los carrillos. El resto, la coquetería en los labios, el destello en los ojos almendrados, habían sucumbido al rigor de los sobresaltos, aun por encima de sus veintitrés años. "¿Quién soy?", se preguntó, intrigada. "¿Cuál es mi cara verdadera?". De niña jugaba con los coloretes de mamá, pintándose a hurtadillas círculos y aspas mientras cantaba una alegre canción; de púber, en su mirada soñadora entraba la luz, el viento y las flores, perdida en el laberinto de sus primeros descubrimientos. Una era más dúctil, menos seria, inocente; la otra repasaba con minuciosidad los pormenores de cada paso que debía tomar, y ambas parecían hermanarse en un mismo espíritu interrogador. Pero esta que tenía al frente aplastaba a las dos con drástica insolencia, esta última borraba a las anteriores como si jamás hubieran existido.
Ya no se reconocía detrás del rouge ni del rímel en abundancia; no se hallaba en esa máscara de payasa seria, entristecida, en esa tez que denotaba insomnios y pesadumbres, ansiedades y privaciones, atravesada por la rajadura del espejo a causa de un fuerte golpe de su propio puño. Se miraba con asombro, con curiosidad, presa de un súbito escalofrío, y no podía creer que ella fuera ella, que aquel semblante aletargado formara parte de su reciente fisonomía. "¡Cómo podemos ser muchas en una sola!", meditó, "ir quitándonos la piel día a día, conforme pasan nuestras íntimas tempestades, hasta convertirnos en unas perfectas extrañas". Lanzó un último vistazo a la figura pintada al desgaire y comenzó a desmaquillarse con ambas manos, a la carrera. Luego se levantó de la silla y fue a embadurnar las paredes. Sus dedos estampaban líneas, trazos, huellas digitales; sus palmas, manchas diversas que se unían a las otras manchas impregnadas con anterioridad. Signos y curvas, bocetos inacabados, tréboles y formas por doquier intentaban un acercamiento al arte, tal vez a un incipiente cubismo, quizás al nido de los fauves, o a lo mejor a ribetes más sencillos, esbozos de animales, siluetas al azar, remedos de Altamira. Su cuarto lleno de garabatos era la arteria viva de emociones personales, el resumen de sus impulsos y desahogos, su rúbrica desplegada. Cuando se aburría y no tenía ganas de leer, no solo eran los cosméticos los materiales que usaba para macular la pared, sino también lápices, crayolas, plumones y lapiceros con los que llenaba, además, las páginas de su diario íntimo.