Por Manuel Eráusquin
Alfredo Bryce ha expuesto con toda naturalidad en el transcurso de estos días una disposición solvente para la elaboración de maniobras de distracción. Los plagios que ha ejecutado sistemáticamente han salido a la luz con las pruebas bajo el brazo, pero él ha preferido mirar hacia el vacío y ensayar con frases retóricas algunas respuestas que lo cubran de este huracán de denuncias. Hasta el momento ha fracasado y ahora está a tiro de cualquier francotirador que desee volarle la cabeza. Su aparente indiferencia nos llama la atención, lo poco que ha expresado sobre esta revelación, donde él ha cometido una falta gravísima, trasluce una actitud cínica y arrogante. Seis artículos plagiados, fuera de las acusaciones de Hebert Morote el año pasado y del embajador Oswaldo de Rivero, que inició el vendaval de nuevas evidencias la semana anterior, no le han importado. Algunos de los autores a los que usurpó textos, como José María Pérez Alvarez, de Galipress, han expresado su indignación. Otros, con sus respectivos medios, evalúan tomar medidas legales. Esto en España, procedencia de la mayoría de agraviados, ya reventó. Bryce no puede seguir jugando a hacer turismo en el abismo. La caída puede venir con la inscripción de la fatalidad.
Más de una demanda judicial podría llegar del extranjero, situación riesgosa pues Alfredo Bryce no posee argumentos razonables para salir bien librado. Sin embargo, a pesar de los nubarrones que estarían cerniéndose sobre su cabeza, el novelista se abraza al silencio en vez ofrecerles disculpas a sus lectores y a los plagiados. El está en la obligación de hacerlo por un asunto de justicia hacia ellos. Los primeros por haber sido estafados. Los segundos por haber sido robados. Es triste, pero es así.
Se sabe que Bryce es un hombre de honor y de buena fe, extraña esta conducta que lo compromete como persona e intelectual. Al principio, no podíamos creerlo. Después, con las pruebas en la mesa, dolió. Las notas dando cuenta de la información en este diario no fueron escritas con placer sino con desilusión. Pero sus amigos, que lo quieren tanto, serán cruciales en este trance. Si se animan a hablarle de frente a la cara y sin temor, el novelista tal vez reaccione. El necesita las voces sinceras de la amistad, no las voces de los adulones. Esas sólo contribuirán a hundirlo y nadie quiere eso.