Por Franco Cavagnaro
El primer impacto de Cartagena fue el horno de su brisa. Nada más abierta la puerta del avión, un sofocón muy parecido al que debió sentir el que llegaba a Comala nos dio la bienvenida. Costaba dar un paso tras otro. El calor pesaba.
En Migraciones un hombrecito preguntó mi ocupación.
–Escritor –respondí.
–¿Y qué escribe?
–Novelas, sólo que no he publicado ninguna.
–¿Motivo de visita? ¿Alguna novela?
–No, algo un poquito más modesto, mi luna de miel.
El aeropuerto de Cartagena es pequeño y está lleno de militares. Perros de gran hocico olisquean las maletas. No importa la procedencia. Aunque en la última revisión, un señor muy flaco y canoso nos pregunta de dónde somos.
–De Perú.
–Pasen –dice, sin más trámite. La cocaína colombiana es más barata que la peruana, para qué traerla desde el Perú. Ni siquiera los perros nos prestan la atención debida.
Afuera montada en un autobús nos espera una muchacha con mi apellido inscrito en un cartel. Ojo: cartel y no cártel. Por el camino observamos la ciudad. Muy parecida al Callao. Domingo por la tarde después del almuerzo. Las playas llenas de gente. Pocos vehículos, poco tráfico. Aire acondicionado dentro del bus. Nos ofrecen tours a Islas del Rosario, arroz con coco, ballenato, Tres esquinas, cumbia en Chivas. Me hablan en pesos colombianos. No les entiendo. Mi cabeza solo descifra soles peruanos que no alumbran y algo de dólares que ya nadie acepta ni quiere si tienen cierta serie maldita.
En el hotel una muchacha de labios encendidos y expresión de buena gente nos explica todo lo referente a las comidas que nuestro paquete incluye: cena romántica en el lado antiguo de la ciudad cerca de la famosa casa del laureado escritor Gabriel García Márquez, quizá hasta lo vean en una de esas, gimnasio, tragos libres (good!), discoteca, piscina, playa privada, toallas, buffet a nuestra libre disposición. Todavía no tengo hambre, sólo quiero estar a solas con mi esposa. Un botones nos lleva el equipaje a la habitación. Estoy algo abochornado porque no tengo pesos y ni modo que le dé 10 dólares por llevarme la maleta. Digo en voz alta que ya cambiaré en la ciudad los dólares, haciendo hincapié en varios Georges Washingtons. El moreno me mira. Se parece a Muhammed Alí. La misma expresión. Así que me apresuro a preguntarle su nombre para que no se me olvide. Muhammed se sonríe y me enseña el espacio entre los dientes de conejo.
Muy a tono con el siglo XXI, introduzco una tarjeta en una ranura de la puerta. La habitación es grande y acogedora. Se ve la playa. De este lado se observan menos personas. No veo las horas que Muhammed se vaya y me deje a solas para que ahora sea yo quien se juegue su pelea en el ring.
–Adiós Muhammed.
–¿Disculpe?
–Gracias –digo y el boxeador ya retirado, inesperadamente joven en Cartagena, libre del aterrador Parkinson se retira para que este boxeador peso pluma se juegue su pelea de box.
*
Luego de un par de horas de insustituible descanso, participamos de nuestro primer buffet. Comida italiana. Después del primer bocado caigo en la cuenta del acento de los comensales que nos rodean. Sobre todo de nuestros solidarios amigos del sur. Chita la payasá. Tan opulentos ellos. Calculo que venir desde el desierto del sur debe ser mucho más caro que venirse de la caótica Lima. Tienen pinta de turistas regulares. Cuando veo a una de sus mujeres servirse una larga lonja de lasagna de pollo, recuerdo lo que en Diarios de Motocicleta le decía el amigo del joven Che, a éste: “Las mujeres chilenas son las más putas de Sudamérica”. Salimos algo apurados a hacer un pequeño paseo. Estamos en el barrio de Bocagrande, zona comercial y hotelera. A unos metros el ancho mar. A estas alturas de la casi noche uno ya se siente invadido por las olas del mar caribeño y su ritmo muy guaguancó, así no estemos en la agorafóbica isla. Sin ser muy celeste como pintan, el mar de Cartagena: más cerca de la turbiedad arenosa de nuestras olas pacíficas como comprobaré a la mañana siguiente. Las tiendas están cerradas. Nada que comprar. Aunque Cartagena está plagada de tiendas oficiales de las grandes marcas europeas y americanas. Llegamos al extremo del espigón que es Bocagrande. Cada quince minutos pasan las Chivas, unos ómnibus típicos que no me parecen nada extraordinarios. Son como esos buses de escuela norteamericana que circulan por Lima, solo que la lata de los lados está abierta. Es muy colorinche y está repleto de licor. Recuerdan el flower power de los sesentas, solo que en lugar de beats, hippies, Keasy, Burroughs y compañía, jubilados y parejas maduras tratan de pasarla mejor que en sus frías tierras.
*
En uno de nuestros recorridos conocemos a Juancho. Un moreno de unos 50 años espigado, como todos aquí, de grandes ojos amarillos y enjuto como un quijote negro. Nos convence entre súplicas que le dejemos, patrón, explicar cómo es el tour que él ofrece. Primero que nada él es Juanchito, ampliamente conocido en Bocagrande y no hay nada que temer. Nos pregunta nuestra procedencia. Al ristre agrega:
–¿Nos visitan de Ecuador o Perú?
Nos pinta un periplo alucinante hasta Islas del Rosario: arena blanca, acuario en altamar, arquitectura colonial, un moreno como yo dándole de comer a un tiburón blanco, ceviche con ketchup, playas paradisiacas y otras finezas. Termina luego de mover las manos describiendo cómo se desliza el mar en esas latitudes y cómo mi esposa nadará hasta los corales reposando a unos metros de la orilla.
–Nada, nada, amigo del Perú, nada de tiburones, los tiburones están tan acostumbrados a comer negros, que ya solo les gusta la carne negra.
Algo debí sospechar de su campechanería cuando me dijo que el mejor Presidente que tuvo el Perú fue Alan García, un tipazo, se atoraba el moreno alzando una de sus manos hasta algunos centímetros sobre su cabeza.
–Grandazo el patrón.
Claro cómo no lo van a conocer al sujeto si se vino por aquí con los dólares MUC en la billetera. Puedo jurar que varios platos de comida se debe haber llevado Juancho a su mesa luego de decirle lo mismo que a mí. Me río de compromiso torciendo una mueca y pactamos el tour a sola firma. Como yo soy muy criollo, no voy a cometer la torpeza de entregarle mis pesos colombianos por adelantado, además me lo imagino con su sonrisa de lado, la mano sobre el parietal alisándose la cabellera y un pañuelo blanco abanicando el viento. Ni vuelta que darle, personajes disímiles han de haber desfilado por Cartagena. Políticos sobre todo.
Juancho nos busca más tarde en el hotel y nos lleva hasta el muelle, frente al Puente de los Pegasos: unos caballos alados, inmensos, con las patas en alto, a punto de despegar, se atisban a lo lejos. En la lancha nos sentamos entre una pareja de venezolanos y su hija de tres meses, una turista sueca y un latin lover colombiano, look rasta, que parece la está pasando muy bien con un ron Tres esquinas (la sueca está de más, borrachísima y muy cariñosa con la entrepierna del morenaje), una pareja de argentinos de unos 50 años y una bullanguera mancha de caribeños, probablemente cubanos exitosos residentes en Miami, que le hacen competencia con sus risas y bromas desafortunadas al motor de la lancha, más chilenos y una dosis nacional de colochos. Vamos a una prudente velocidad. Demasiada prudente diría yo. Empezamos a grabar la bahía, desde esta distancia podemos ver el casco antiguo de la ciudad y sus casonas bien conservadas brillando bajo el ardiente sol caribeño.
Media hora después de varios sobresaltos y el polo empapado, lejos muy lejos ya del casco turístico de la ciudad, la urbe empieza a tomar matices cada vez más panamericanos. Aparece en el escenario ese elemento unificador, ese elemento esencial que hace de nosotros lo que somos en verdad, el Nuevo Continente. Los eternos círculos de pobreza empiezan a lanzarnos su rostro más fiero y robusto. Desde el mar es fácil comprobar su salud. Pronto seremos como Diego Luna y Gael García en Y tu mamá también, se nos revelará el México de entre carreteras. En este caso: la Colombia de entre mares. Cerca a una de las fortificaciones coloniales, la lancha se detiene en un endeble puerto. A lo lejos se avizoran las casitas de material noble: medio derruidas, medio tristes. La seriedad del moreno que maneja la embarcación me trae a la cabeza la expresión pícara de Juanchito. En el extremo nos esperan 20 niños de no más de 9 años. Ávidos mueven sus brazos en alto y no dudan ni un segundo, cuando la lancha está a menos de un metro, en lanzarse en perfecto clavado al agua. Se acercan a estribor con sus cabecitas en alto.
–Parecen nutrias –no dudo en confesarle a mi mujer.
Desconcertados nos preguntamos todos: qué diablos hacemos ahí. Parece no haber nada que ver excepto la adivinada pobreza de esos niños que con algo de muda violencia, la violencia del hambre, nos piden soterradamente que les demos unas monedas. Todo parece haber sido dispuesto, algo tendrá que ver el viejo Juancho, me digo, incluso podría jurar que algunas de esas pequeñas nutrias se parece a él, quizá un primogénito que se gana la propina en el rancio arte de la supervivencia. Nadie se anima, todos, sin importar la nacionalidad ni el color de piel, observamos con desconfianza a los hijos de Juancho. Arriba otro moreno adolescente que oficiará de guía, experto conocedor de la fauna y flora del mar caribeño (pongámosle Vicentico), nos dice que la isla frente a nosotros se llama Isla Bomba y que la fortificación vecina fue el antiguo único ingreso a Cartagena de Indias en la dorada época de los virreyes, las castas sociales y los peluquines blancos para los ilustres. Después de otra media hora llegamos a unos islotes hechos de coral, casas de lujo fastuoso se presentan a la vista. Se supone que allí los súper archi millonarios de Colombia tienen sus posadas para pasar el verano. Incluso Pablo Escobar fue dueño de una de ellas. Según Vicentico, Don Escobar, el papi de los cárteles de la droga de toda Latinoamérica. Todos tenemos uno en casa. ¡Habla Lunarejo!
Llegamos a Islas del Rosario, después de las mil y una disculpas de la tripulación oficial. Hoy no abre el acuario, no hay negro dándole de comer a los tiburones, tampoco snorkel, porque no estaba estipulado en el precio del tour, ahora que si alguien se anima a pagar 20,000 pesos se le puede hacer el servicio en altamar con guía buzo incluido que les dirá el nombre de cada una de las más de 100 especies distintas de peces del Caribe colombiano.
De improviso se escucha el ruido de un motor y por la parte por donde se alcanza a ver una casa que el capitán de la lancha, con un ligero aire al Tino Asprilla, asegura había pertenecido al ex presidente Gaviria, apareció una embarcación mínima que en pocos minutos se apostó a nuestro lado. El pescador y su pequeño hijo (¿otro Juanchito?) nos ofrecen a un módico precio un ceviche colombiano en vaso de plástico: un camarón mediano, ketchup, mayonesa, algo de limón y un tomate de adorno. Los cubanos se compran varios. ¡Ojalá revienten!, le digo a mi esposa haciéndola reír. Arman un jolgorio de padre y señor mío en la parte posterior de la lancha. Los argentinos no lo pueden creer, muy serios, miran bajoneados la fiesta caribeña. Con desánimo escucho sus bromas:
–En qué se parecen una cubana y un camarón.
–¿En qué? –pregunta una de ellas, para seguirle el chiste.
–En la cola pues chico…
Minutos después llegamos a una pequeña isla. Un muelle como un brazo introducido en el hermoso mar, celeste, casi transparente, puesto casi como una decoración en la arena blanca. Lo previsible. Una colorida choza a la orilla, hamacas y asientos de lujo puestos a la vera del mar, vendedores de chucherías a montones que intentan iniciar a como dé lugar un diálogo con algún turista, uno solo. Nos echamos bajo la sombra de un arbusto muy cerca de la orilla. Se nos acerca un vendedor de collares y dijes. Empieza a hablarme sin parar, luego de saber de dónde vinimos, me asegura que Perú irá al Mundial y que junto a Colombia son de lo mejor de América. Y para confirmar esa fraternidad me regala un collar que asegura no vale nada. Yo me niego, pero es inútil, prácticamente me obliga a tomarlo. Otro vendedor aprovecha el gesto y se nos acerca para ofrecernos una langosta gigante, viva. Abre y cierra los tentáculos de modo musical. Nos tomamos varias fotos y todos nos reímos.
Nadamos más de una hora, ella empieza a jugar con la cámara, ojalá fuera submarina me dice quizá recordando un viejo chiste. A nuestro alrededor el mar es celestial y te provocaría llenarte de tragos tropicales hasta la embriaguez, y después, bueno después inevitablemente se acaba tanto placer. Los vendedores han terminado muy exhaustos con todo lo que han trajinado para vendernos sus productos: collares, peinetas, bolsas, camarones en ceviche, etc. Así que nos informan que estaremos un tanto en la Isla Bomba, nos servirán un suculento almuerzo y bueno señores turistas, eso sería todo. Ah, y no hay de qué preocuparse que esto sí está incluido en el tour. Nadie asiente ni sonríe. El que lleva el timón de esta barca agrega que lo único que debemos hacer es disfrutar de la sazón de Cartagena y su buen gusto en la Isla Bomba. Cuando mi esposa escuchó el dichoso nombre por segunda vez, se escarapeló todita. Yo empecé a mirar a los demás turistas. ¿Estaban todos completos? ¿Dónde estaba la sueca y el colocho gigoló? ¿Alguna guerrilla nos tenía preparado algún recibimiento y posterior secuestro? ¿Qué sería de nosotros en esa isla, esa tierra de nadie? Alejada de la parte continental y al parecer en medio del mar.
El motor empezó a ronronear pesadamente cuando la fortificación inicial, la que protege Isla Bomba desde el siglo XVII de piratas y corsarios, se materializó hacia la proa. Decenas de palmas blancas y costuras rojas se agitaban frente a nosotros, luchando por ayudarnos a salir sin caernos de la lancha. Esos mismos niños hambrientos que nos habían cercado horas antes, ahora mágicamente habían crecido: nutrias de 15, 18, 25, 35 años nos esperaban con los ojos desmesuradamente abiertos, nos extendían los brazos para desembarcarnos en el inusitado puerto, un poco más elevado. Dentro de esas fortificadas murallas, la idea que se tiene es que en lugar de proteger esa pequeña isla contra algo, se trata más bien de un impedimento para salir de ella. Un presidio.
Con desconfianza dejo que uno de ellos nos guíe, qué le hacemos, le indico a mi mujer con el ceño y el rostro contrariado. Nuestra primera telepatía de pareja. Me está adivinando la idea. Mira a su alrededor y observa igualmente confundida cómo somos presa de su necesidad.
–Todos necesitamos llevar algo de comer a nuestras mesas –me dice mi guía. Trata de ser amable, pero a mí solo se me cruzan noticias leídas en el periódico sobre los secuestros al paso de las FARC. Noticias aciagas donde el turista es el último en enterarse de la situación en la que se mete. A la vera del camino se observa la rala vegetación. Un poco más allá el pueblo de donde vienen todos en tropel. La misma expresión tensa en los rostros. Con ese semblante, que quiéralo o no deja de ser amable de tanto insistir en parecerlo. Todo se llena de desconfianza. Una pareja de norteamericanos que se nos unieron en las Islas del Rosario en lugar de la sueca y el colombiano, son los más asediados. Se agrupan de a tres a su alrededor, ofreciendo muchas cosas. Nos guían hacia una cabaña en medio del pueblo. Las casuchas se amontonan a los lados y los niños panzones gatean muy cerca de allí, otros ven la tele al centro de una de ellas, protegidos por la malla de un mosquitero, señoras dándoles de lactar a sus bebés sobre una hamaca. Nuestro guía nos tranquiliza:
–Todo está bien –nos repite insistentemente.
Todo el perímetro del comedor estaba cubierto de hombres como Juancho que con miradas furtivas vigilaban nuestros mínimos movimientos. El guía propone varias posibilidades para acompañar nuestro arroz con coco y pescado. Una gaseosa con sabor a uva o una cola sin marca. Nos sentamos todos muy juntos, como representantes de esa América inmensa, pobre y sola, rodeada ahora por su verdadera realidad. Una isla dentro de una isla. Nuestro guía nos trae nuestros pescados. Tomate y lechuga, un poco de arroz con coco y rodajas de plátano, que aquí los llaman patacones. Los amigos de Juancho miran el plato con avidez y una mueca de rencor que no logro adivinar por qué. Mudo rencor de ojos blancos hipnotizados por el deseo de comer. Cuando uno acaba, se acerca el que lo ha servido e inmediatamente retira el plato con las sobras y se las lleva a otro moreno que furtivamente las introduce en otra bolsa. Como sin ganas, no puedo (aunque lo quiera) dejar de ignorar eso. Tampoco el sabor salado del coco. Mi esposa no acaba su plato. Nos miramos y sé exactamente qué está pensando (¿otra telepatía?). ¡Nos debimos quedar en el hotel! El buffet. Su plato está casi intacto. No le ha gustado el arroz (salado) con coco. Yo tampoco tengo muchas ganas. Tanta gente mirándome y ofreciéndome vender lo que traen entre manos, me pone sumamente nervioso, me quita el apetito.
–Vámonos. Quiero regresar –me dice mi esposa–. No me siento bien con tanta gente mirándonos. Me siento como la mona de un parque de atracciones.
–El postre de una gran cena, dirás.
–Vámonos al hotel. No importa cómo. Esperamos en la lancha. Ya no quiero estar aquí.
Una mujer se nos acerca a vendernos cocadas, pero yo le rehuyo con malhumor. Nuestro guía aparece de improviso y se interpone entre la mujer y nosotros. Es como un guardián que debe impedir que uno de sus castigados escape.
–Les puedo mostrar el fuerte –nos dice sonriendo.
–No gracias, estamos cansados.
–Pero no está lejos, es una oportunidad única, patrón.
–No, estamos K.O… Mucha gente, maestro. Me pone de mal humor.
–Pero tiene que comprendernos patrón. De esto vivimos.
–Sí, pero es demasiado –le recalco mientras pasamos por las ruinas que según el guía son las travesuras de tres grandes huracanes: el César, Mitch e Iván. No sé si creerle, trato de recordar alguna noticia insensible. Gajes del turismo. ¿Creer o no creer?
–De algo tenemos que vivir. No tenemos agua.
–¿Y cómo hacen?
–La compramos o la traemos desde Cartagena. O en el peor de los casos, la juntamos cuando hay lluvias, aunque muchas no hay. Hervimos el agua salada a veces, pero malogra la ropa, se hace huecos…
–En mi país hay varios lugares en los que ocurre eso –le replico.
–Vamos, patrón, anímese.
–No. Realmente queremos irnos –le recalco.
–Aunque sea una propinita, patrón –me dice, mientras de todos lados empiezan a asomarse las cabezas de niños, mujeres, hombres, ancianos–. Para recordar a la gente del Perú. Por aquí pasa mucha gente y podemos hablar muy bien de los peruanos.
–¿Pasan mucho por aquí?
–No, la verdad patrón, ustedes son los primeros en mucho tiempo –dice. Mi mujer empieza a caminar, primero lento y después acelerando el paso hacia la lancha. Desde la cabaña se ven más personas, ya otro inicia su perorata de necesidades haciéndome gestos–. Patrón, ¡viva el Perú!
–Espérate, déjame ver –le digo retrocediendo, y haciendo la finta de que busco entre mis bolsillos. Ya sé que tengo unas monedas y un billete, que para ser sinceros no sé si es mucho o poco. La hago larga porque cada vez me siento más acorralado–. Toma –finalmente le digo.
El muchacho analiza el billete y me queda viendo con cara de sorpresa. No me quedo, casi huyo hacia la embarcación. Mi esposa me saluda desde el interior con los demás turistas. No sé cómo diablos han llegado hasta allí.
El tipo que me ayuda a abordar me pregunta de dónde vengo. Le digo que del Perú. Pizarro, responde. Pizarro. El Bayern. ¡Qué fenómenos los peruanos! Solano, Solano, dice otro muy cerca de allí. Del Newcastle, seguro que llegan al Mundial.
–Supongo –respondo con una sonrisa y me hundo en mi asiento, ansiando regresar al hotel, el buffet, la ciudad, sumergido en mi sueño de turista.
Cartagena, Abril 2005