Friday, June 20, 2008

La viuda de Cayara

Por José de Piérola*

Hasta entonces sólo habíamos encontrado gallinas perdidas, algún gallo desorientado, un burro ciego atado frente a una puerta cerrada, pero aquel día las cosas fueron muy diferentes. De manera inexplicable nos topamos con dos pueblos donde todavía había gente. En el segundo, como para no creerlo, encontramos unos treinta indios reunidos en una esquina, pero tan pronto vieron el primer Jeep asomar en el terral desolado que debía ser la plaza principal, se esparcieron como pájaros alcanzados por una piedra: los más jóvenes en medio de un revoloteo de ponchos, los más viejos sosteniendo sus sombreros de fieltro en la cabeza, las mujeres revoloteando las polleras mientras huían con niños atados a la espalda. En menos de veinte segundos no quedó nadie. Cuando la nube de polvo se asentó, pudimos ver que habían estado reunidos frente a una puerta abierta que por el sol parecía un rectángulo negro cortado en la pared de adobe mal encalado.
El capitán, de pie en su Jeep como un César que entra a territorio conquistado, levantó la mano para que el convoy, dos Jeeps y un viejo camión Mercedes-Benz, se detuviera. Los motores rezongaron, sacudiéndose, antes de dejar el pueblo en silencio. Entonces, como una Polaroid, la puerta abierta empezó a revelar, primero, dos hileras de cirios encendidos; luego, una mesa donde yacía un cuerpo; finalmente, una mujer arrodillada en el suelo. Como era de esperar, los ojos de mis camaradas —el término me produce escalofríos— se dirigieron hacia la mujer, que a la distancia parecía joven. ¿Qué diablos tenía esa mujer en la cabeza? Sólo una ignorancia supina la habría hecho tomar la decisión de quedarse en el pueblo. Las indias jóvenes, sobre todo si eran bonitas, nos temían, en parte gracias a la bestialidad de mis camaradas de armas, pero también gracias a la fama —si ése es el término correcto— que precedía al capitán que debía servirnos de guía moral.
Saltamos del camión, llenando la plaza con el eco de veinticuatro botas. En otras circunstancias, habría sido muy fácil saber lo que estaba a punto de ocurrir, forzándome una vez más a ser testigo involuntario de lo más bajo de la conducta humana. Ese día, cuando las cosas podían haber seguido su cauce abominable, alguien señaló la casa comunal donde unas frescas letras rojas que desde la casa comunal parecían gritar: DIEZ AÑOS DE GUERRA POPULAR. En el techo, como burlándose de nosotros, una bandera roja flameaba contra un intenso cielo azul.
Todo el mundo paró en seco. Nuestro pelotón, compuesto de crueles hijos de puta, o de patéticos perdedores, según le apeteciera a quien lo describía, todavía experimentaba esa contracción involuntaria del ano cuando sentía la presencia inminente del enemigo. Todos, excepto el capitán, por supuesto, a quien nada parecía impresionarlo, ni el cadáver hinchado de un niño bajo una penca, ni uno de esos amaneceres andinos que parecían dibujados por la mano de Dios.
El capitán saltó del Jeep, aunque el verbo tal vez sea excesivo para la media contorsión, seguida del torpe movimiento de pierna, antes de la caída que ni el más generoso observador habría calificado como elegante —viéndolo moverse con esa pierna tiesa, era inevitable pensar en el capitán Ahab. Caminó hacia el centro de la plaza, arrastrando la pierna que según se decía había recibido fuego enemigo hacía tres años. Con las manos en la cintura, las axilas húmedas, examinó los techos que nos rodeaban. Excepto por la siniestra bandera roja, el pueblo entero parecía vacío: el silencio era absoluto.
«¡Domínguez!», ordenó el capitán sin voltear.
Domínguez se apresuró a acercarse. «Sí, mi capitán».
«Bájala».
Domínguez miró la bandera con aprehensión. «Pero, mi capitán…».
«¿Te has vuelto sordo, Domínguez?».
«No, mi capitán, es que…».
«Carajo, Domínguez, es una orden».
Apodado «el Contorsionista», porque venía de una familia dueña de un miserable circo provinciano, Domínguez corrió hacia la casa comunal, el AK-47 balanceándose en su espalda, la cantimplora sacudiéndose en su cadera. Desapareció detrás de la esquina, y unos minutos después lo vimos avanzando sobre el ápice del techo a dos aguas, balanceando los brazos como los equilibristas. Se acercó a la bandera con facilidad, y la arrancó de un tirón, provocando un festejo de alivio entre nosotros. Pero cuando ya volteaba, su bota resbaló, empujando una enorme teja que se arrastró sobre el techo, aflojando otras a su paso, hasta caer a la plaza con un estruendo escalofriante ampliado por el eco.
Domínguez tenía ahora problemas para mantenerse de pie. Agitó los brazos, arqueando el cuerpo, pero la fuerza de la gravedad pudo más. Trastabilló antes de caer rodando por el techo hasta llegar al polvo de la plaza de cabeza yen medio de una lluvia de tejas. Quedó en el suelo, la cabeza cubierta con la bandera roja, el cuerpo quebrado; sin embargo, todavía esperábamos que se pusiera de pie con uno de esos movimientos elásticos que daban la impresión de que estaba hecho de goma. Pero no se movió. Mucho peor. De debajo de la bandera venía un ruido como de burbujas.
El capitán se acercó, dejando un rastro en el polvo, luego se medio arrodilló para arrancar la bandera que le cubría la cara a Domínguez.
«¡La puta que lo parió!».
Corrimos a ver qué pasaba. El ruido lo producía sangre fresca que reventaba en burbujas debajo del mentón de Domínguez. De cerca, era fácil comprobar que una bala le había atravesado el cuello, cortándole limpiamente la yugular y condenándolo a una muerte segura. Comprendiendo en retrospectiva que el ruido de la teja había sido en realidad un disparo, nos tiramos al suelo. Todos, excepto el capitán, por supuesto.
«¿Qué diablos creen que hacen, manga de inútiles? ¿No saben que en el suelo son blanco seguro para un francotirador? ¡Párense!».
Nos pusimos de pie, avergonzados, y peinamos los techos con el arma al hombro, examinando cada tejado, cada ventana, inclusive cada esquina, pero no encontramos a nadie. El capitán no podía arrodillarse, pero flexionó la pierna sana, hasta que su cara quedó cerca de la de Domínguez. Habló en voz baja, algo como una plegaria, aunque parecía imposible que una oración hubiera cruzado jamás la boca del capitán.
Se puso de pie, meditó unos instantes, quizá sobre el hecho de no tener un enfermero en el pelotón, quizá el estar a dieciocho horas de la posta más cercana, quizá sobre la orden de esperar a la fuerza regular en ese pueblo. Quizá disfrutaba la anticipación. Imposible saberlo. Lo vimos sacar su Beretta 92, rastrillarla en el mismo movimiento, luego apuntar a la cabeza de Domínguez. Disparó un tiro que retumbó en la plaza. El burbujeo cesó.
El capitán guardó su arma antes de hacer un saludo militar.
«Se había roto el cuello», dijo como para sí. «¡Galván!».
«Sí, mi capitán».
«Te tengo tres tareas», dijo el capitán. «Primero, manda algunos hombres para ver si el francotirador está allí, no quiero que nos vuelva a joder. Segundo, quema ese trapo de mierda. Tercero, dale cristiana sepultura a Domínguez».

***

Nuestro pelotón era una unidad de reconocimiento en la región que el enemigo llamaba «territorio liberado». Como otras unidades del mismo tipo, nosotros éramos el proverbial conejo que se suelta frente a los perros: si había algún ladrido, las fuerzas regulares sabrían qué hacer. No era un trabajo fácil, pero tampoco era insoportable. Salvo la remota posibilidad de caer abatido por una bala enemiga, y la más probable de perder una pierna en alguna maldita explosión, nuestro trabajo era casi rutinario. Los indios mismos nos facilitaban las cosas: tan pronto oían nuestros motores, quizá tomándonos por la fuerza regular, se iban con tanto apremio que más de una vez encontramos una de esas sopas de papas a medio comer, y, en sus cuartuchos oscuros y mal ventilados, los pellejos de carnero de sus camas todavía calientes.
Nos asegurábamos de que el pueblo estuviera «limpio», lo que quería decir que no sirviera de base de apoyo al enemigo, informábamos lo que habíamos encontrado, luego enfilábamos al siguiente pueblito de la puna. Es cierto que no íbamos bien armados. Nuestra razón más poderosa era una vieja M2, que en sus tiempos de gloria había disparado 550 cartuchos por minuto, pero que ahora, si no se atoraba, quizá podía llegar a disparar 100. Pero era suficiente para protegernos. Vanguardia Roja, compuesta en su mayoría por indios ignorantes a quienes les habían lavado la cabeza, estaba en peores condiciones: sólo los jefes llevaban AK-47 o Kalashnikovs, porque el arma oficial era el machete y, a falta de éste, un patético rifle de palo.
Esa mañana, cuando entramos al primer pueblo del día, pensamos que la jornada sería como cualquier otra, pero tan pronto llegamos a la plaza principal supimos que nuestra rutina cambiaba. Tres indios, las manos atadas en la espalda, los pies asegurados con soga de cabuya, esperaban sentados bajo el ardiente Sol andino. El capitán sacó su Beretta 92 y se les acercó arrastrando la pierna.
No nos dio ninguna orden, quizá por la sorpresa, pero todos saltamos del camión, los rifles listos, chequeando cada tejado, cada ventana, cada esquina. Ése era el procedimiento correcto. Mis camaradas de armas nunca habían leído poesía, menos aún poesía anglosajona, y lo más probable es que se murieran sin que les importara un carajo, pero todos sabían muy bien aquello de do not go gentle into the night.
Cuando tuvimos la seguridad de que el pueblo estaba limpio, fuimos a ver al capitán, esperando que nos carajeara de rigor antes de ordenarnos que buscáramos algo sabroso para el desayuno, pero los indios ahora captaban toda su atención. Los examinaba. Los examinaba con curiosidad, como quizá un comerciante de esclavos de la Costa de Marfil lo habría hecho, pero le apuntaba al más joven, un chiquillo de unos quince años, correoso, de brazos nervudos, cuyo pésimo corte de pelo lo hacía verse más joven de lo que era. Miraba al capitán con el desdeño adolescente con el que mira a un adulto un integrante de una banda de rock pesado. El capitán le preguntó:
«¿Cómo mierda te llamas?»
El muchacho no respondió, pero como si hubieran recibido una orden, los tres empezaron a cantar, en coro. No se entendía un carajo porque cantaban en quechua, pero no había que ser un genio para comprender que era uno de esos himnos de Vanguardia Roja, casi siempre en torno a la ilusoria «victoria final». El capitán, aunque no era muy amante de la música, pareció divertido al principio, inclusive inclinó la cabeza, como quien evalúa un costoso equipo de sonido. Siempre que sonreía era inevitable imaginar que una cicatriz rosada le bajaba de la ceja hasta el mentón.
«¡Silencio, carajo!»
Los indios siguieron cantando. El más joven, todavía mirando al capitán con ojos desafiantes, inclusive parecía gozar la maldita canción. El sargento Galván, al que nunca conocí gesto diplomático alguno, se acercó de dos trancos y, sin más preámbulo, metió el cañón de su pistola en la boca del muchacho, pero éste, a pesar de la dificultad, siguió cantando con las venas del cuello abultadas por el esfuerzo. Sí, debía tener unos quince. Recuerdo aquella edad. La sensación de libertad absoluta. La gracia que me causaba sacar de quicio a los curas maristas. El sargento Galván gritó:
«¡Silencio, hijo de la gran puta!»
«¿Qué mierda cree que hace, Galván.»
«Tratando de ayudar, mi capitán.»
«¿Le parece que necesito ayuda?»
«No, mi capitán.»
«¿Le pedí ayuda?»
«No, mi capitán.»
El capitán levantó la Beretta 92 hasta que quedó a la altura del sargento Galván. «Largo», dijo. «Asegúrese de que en este pueblo de mierda no haya ningún terrorista.»
«Sí, mi capitán.» El sargento Galván hizo un medio saludo militar antes de irse.
El chiquillo no había dejado de cantar. El capitán, sin mirarlo, se apoyó en la pierna buena, dio una sorpresiva media vuelta y estrelló la pierna tiesa contra el pecho del chiquillo. Éste se arrugó como un caracol al que se saca de la concha.
El capitán llamó a la base de Castrovirreyna, quizá con la esperanza de que nos ordenaran regresar, llevando a los prisioneros, pero el comandante le ordenó custodiarlos hasta que la fuerza regular nos diera el alcance en Cayara. El capitán estrelló el micrófono contra el gancho de la radio, luego, asintiendo en silencio, abrió el mapa de caminos para estudiar la nueva ruta. Cayara estaba a cuatro horas, de modo que ordenó que subiéramos a los prisioneros al camión, y nos preparáramos para largarnos de ese maldito pueblo.
«Con todo respeto, mi capitán, no creo que sea buena idea», dijo el sargento Galván. «Estos terroristas de mierda nos van a dar un dolor de cabeza. ¿Por qué no los eliminamos, mi capitán?»
El capitán lo miró, como pensándolo, aunque era imposible estar seguro qué pasaba por su cabeza. Sus ojos verdes a veces tenían un brillo de inteligencia, hasta de dignidad, pero la mayoría de las veces eran dos pedazos de piedra, mal cortados e incrustados a la mala en sus órbitas.
«¿Qué mierda le pasa hoy, Galván?»
«Nada, mi capitán, sólo que yo…»
«Sólo que yo sé más que usted, mi capitán», lo imitó el capitán. «No voy a repetir mis órdenes.»
El sargento Galván asintió de mala gana. Una cosa era ir de pueblo en pueblo quemando banderas rojas; otra muy distinta era transportar prisioneros. El sargento Galván era una bestia que no sabría diferenciar un libro de un ladrillo, pero, sin contar los seis meses que pasó preso, era el que tenía más experiencia en la guerra. Sabía que Vanguardia Roja rara vez daba la cara, pero cuando se trataba de rescatar a uno de los suyos, recurría a un ingenio sin límite. Podían no tener muchas armas automáticas, pero eran diestros en tirar dinamita con una honda de piel de carnero.
De modo que viajamos los cerca de cien kilómetros de una carretera polvorienta, llena de baches, diseñada por un ingeniero al que le gustaban los diseños churriguerescos. Durante las cuatro horas esperamos la explosión de dinamita que bloqueara el camino con una avalancha de piedras. No había ocurrido. Habíamos llegado bien, y, por el momento, sólo había muerto uno de nosotros. No era para celebrar, por supuesto, pero no estaba mal. Como habría dicho el poeta, We were clinging to the light.

***

El sargento Galván cumplió las tres tareas que le había dado el capitán. El francotirador no estaba por ninguna parte. Excepto por la mujer arrodillada, en el pueblo no había otro ser vivo. La bandera se había quemado como las otras, echándole unas gotas de gasolina y prendiéndole fuego con un encendedor marca Bic. Finalmente, a Domínguez lo habían enterrado junto al río, entre pájaros y árboles, como diría el poeta, pero no porque al sargento Galván le interesaran un carajo las connotaciones poéticas, sino porque allí había encontrado una fosa recién cavada.
El capitán nos había ordenado que metiéramos a los prisioneros en la casa comunal. Mientras los arrastrábamos hasta la puerta, el muchacho seguía mirándolo, como si quisiera aprenderse su cara de memoria. Tuvimos que darle un culatazo en el pecho para que bajara la mirada. Los encerramos con candado en el salón principal de la casa comunal. El capitán ordenó entonces que Toni Rodríguez hiciera la primera guardia junto a la puerta, y que Paco Saldaña tomara el primer turno detrás de la M2 del Jeep artillado. Recién entonces, quizá porque lo único que nos quedaba era esperar a la fuerza regular, el capitán dirigió su atención a la puerta abierta. La mujer, ignorando hambre y sed, seguía allí, arrodillada, como si el tiempo no pudiera tocarla.
El sargento Galván, la mirada más grasosa que de costumbre, miró a la mujer, luego al capitán, con la impaciencia de un perro de presa que lucha con el arnés que lo sujeta. Pero, en lugar del leve movimiento de cabeza con el que aprobaba las bestialidades del sargento Galván, el capitán se dirigió él mismo hacia la puerta. El sargento Galván, sin perder la esperanza, lo siguió, inquieto como un perro que ha olido una hembra en celo.
El capitán se apoyó en el marco de la puerta. Las velas exhalaban un olor frío, casi húmedo, el mismo que uno siente al entrar en una iglesia a medianoche. En la tosca mesa de madera yacía el cuerpo de un hombre joven, quizá de unos veinticuatro, vestido con pantalón de bayeta negra, camisa abotonada hasta el cuello y zapatos recién remendados. Las velas eran cirios a medio consumir que, al parecer, ardían desde la mañana. La cera derretida había ensanchado las bases.
El único adorno de la habitación era una fotografía en blanco y negro clavada en la pared de adobe: una pareja vestida de domingo, sonriendo a uno de esos fotógrafos itinerantes que habíamos visto en las plazas de armas de los pueblos más grandes. La mujer, arrodillada en una esponjosa piel de carnero, nos ignoró. De lejos sólo se podía intuir que era joven; de cerca se comprobaba que también era hermosa. Unas trenzas negras, gruesas, colgaban en su espalda atadas con una cinta roja. Las facciones limpias, los pómulos salientes, los labios perfectos, parecían trazados por una línea dorada que flotaba en la penumbra. La blusa, sujeta por un corpiño ajustado en la cintura, complementaba la pollera negra, henchida por muchas enaguas. Sostenía un rosario entre los dedos.
«Mi capitán…», empezó diciendo el sargento Galván, sin poder aguantarse más.
«Ni lo piense, Galván».
«Pero, mi capitán, ya van casi dos semanas, ¿no le parece?»
«Por la puta que lo parió, Galván, ¿se ha propuesto llevarme la contra?»
El sargento Galván miró a la mujer, luego al capitán, las ventanillas de la nariz aleteándole. De mala gana dijo: «Mis disculpas, mi capitán, no volverá a pasar, perdone la impertinencia».
«Lo hago personalmente responsable», dijo el capitán. «No quiero que nadie le ponga un dedo encima a esta mujer, si no quiere que lo deje amarrado a un árbol, calato, como regalo para Vanguardia Roja».

***

La única emoción que le conocíamos al capitán era la furia, desde la subterránea, contenida, que parecía siempre salirle por los poros, hasta las explosiones monumentales cuando alguien lo desobedecía. Era la primera vez que se le veía esa mezcla de compasión y respeto. Habíamos visto otros cadáveres. Demasiados. La mayoría tirados a un lado de la carretera, la barriga hinchada, los labios morados, los ojos resecos, siempre cubiertos por una nube de moscas azules. Era la primera vez que veíamos un muerto vestido para enfrentar lo que el poeta llamaba the long night.
La presencia de la mujer, en especial su capacidad para permanecer inmóvil por tanto tiempo, tuvo el efecto predecible en mis camaradas de armas. Sin duda aguijoneados por las hormonas —la dudosa mejora de posibilidades de apareamiento— todos comieron sus raciones como gente civilizada. Nadie contó esos chistes que siempre incluían órganos sexuales o excreciones humanas, tampoco se tiraron pedos, ni se mentaron la madre con esas florituras que les hacían tanta gracia. No se les pasaba por la cabeza que, si la mujer no hablaba español, su buen comportamiento no serviría para un carajo.

Cuando terminamos las raciones, el capitán nos examinó, sin duda tratando de decidir quién haría la guardia de noche. Se detuvo ante mí, sopesándome. Se sentía superior a los demás porque había pasado por la escuela de oficiales, inclusive se decía que había recibido entrenamiento especial en Panamá, pero sabía que yo sí había tenido una verdadera educación, y que, si todo salía bien, algún día estaría muy por encima de él. Ése había sido el trato que me tío me había ofrecido después que me expulsaron de la Católica. Sin embargo, de momento, yo era un simple subalterno. De modo que me ordenó tomar el turno de la noche. No le gustaba a nadie, porque se dormía mal, y se corría el riesgo de despertar con una patada de la pierna tiesa en las costillas. Pero a mí no me importaba. La noche siempre era buena para recordar.
Luego de dar sus últimas órdenes del día, el capitán trepó al camión, convertido cada noche en su privado, donde no faltaba una buena cama de campaña, almohada, inclusive una silla plegable que hacía las veces de mesa de noche. El sargento Galván fue a mirar a la mujer un par de veces, contorsionando el cuerpo como si no cupiera dentro de su piel, luego regresaba negando con la cabeza, mascullando algo que a nadie le importaba entender, pero al final, por su propio bien, se metió en su tienda a las nueve. Dos horas después, todo el mundo dormía, excepto, por supuesto, la mujer y yo —Condori, a quien le tocaba el turno de la noche detrás del M2, dormía envuelto en una frazada, el inclinado hasta taparle los ojos.
La luz de la Luna iluminaba la plaza con un azul pálido, casi plateado, perfilando sombras que parecían dibujadas con un pincel de tinta china: las curvas de los tejados en las paredes de adobe, la lona del camión en el polvo de la plaza, la silueta angular del M2 terminada en el ovillo humano que ahora era Condori. En el aire frío, limpio, se podía oír el ulular de una lechuza, quizá llamando una hembra, quizá, como decían los indios, llamando a la muerte. Desde lejos llegaba el ruido del río que empujaba con lenta determinación pedrones que chocaban con un ruido de dentellada bajo el agua.

El frío ya me había atravesado la chaqueta, inclusive los pantalones, y ahora empezaba a alcanzarme los huesos; sin embargo, hacía ya un par de horas que estudiaba la puerta abierta. Las velas ya se habían consumido casi hasta la base, pero seguían siendo una luminosidad que dibujaba el perfil de la viuda. Entonces, sin poder predecir el futuro, pensé que un soldado con piernas entumecidas no serviría de mucho ante un ataque real. De modo que caminé unos pasos, pateando en el aire, viendo mi respiración condensarse frente a mí, pero tan pronto volví a mi puesto, el frío me empezó a agarrotar las piernas otra vez. No sería tan malo, pensé, si me alejara un poco más de la casa comunal, o si me acercara a la mujer, dependiendo de la perspectiva. De modo que empecé a caminar cada vez más lejos, o más cerca, hasta que llegué a la puerta.
Me detuvo el asombro. La mujer arrodillada, medio cuerpo iluminado por las velas, se parecía a un cuadro de La Tour. De hecho, era una asombrosa combinación de «El descubrimiento del cuerpo de San Alexis» y el «Magdalena penitente». Nadie, ni siquiera el capitán, menos aún el sargento Galván, habría notado aquel parecido, tampoco la atracción. No sé cuánto tiempo estuve allí, disfrutando de aquella visión, pero cuando regresé a mi puesto, aquella imagen había quedado grabada en mi mente. ¿Qué puede ser más cautivante que la belleza? ¿Qué persiste con intensidad de fuego en la memoria?
Me acerqué a las carpas. Había un concierto apagado de ronquidos acompañados de pedos. Me acerqué al camión, y me quedé allí, inmóvil, hasta que oí el ronquido vitriólico del capitán. Entonces, caminando tan silenciosamente como podía, crucé la plaza seguido por mi sombra de luz de Luna.

***

Experimentaba otra vez, después de mucho tiempo, la anticipación que una vez había sido tan familiar: el aleteo de la nariz, la respiración acelerada, el retumbar del corazón contra las costillas. La había sentido en algunas calles oscuras de La Victoria, o del centro de Lima, y esa noche volvía a mí mientras me apoyaba en el dintel de la puerta. Las velas eran ahora aros de cera sobre los cuales temblaban llamas amarillas. Las flores blancas a los pies del cadáver todavía exhalaban el aroma dulzón de los altares de las iglesias.
La mujer, que de lejos parecía tan quieta, de cerca era todo movimiento: el pecho que se henchía con su respiración, los senos que empujaban rítmicamente el corpiño, los labios que pronunciaban una plegaria. Sin embargo, el silencio era tal que se podía oír la caída de las pequeñas esferas de piedra del rosario que ella pasaba con los pulgares. Su perfil seguía dibujado por la línea dorada. Juro que era una de las imágenes más conmovedoras que había visto en mi vida.
Saqué un cigarrillo del bolsillo de mi chaqueta. Las llamas, sensibles al menor cambio de presión, parpadearon, haciendo bailar las sombras que se proyectaban en la pared de adobe. Inclusive el muerto pareció moverse. Me incliné sobre una de las llamas, haciendo pantalla con las manos.
«Es mala suerte».
La voz sonó tan clara que pensé que era producto de mi imaginación. Una de esas voces que llega en la noche para decir algo que uno no quiere oír. En las noches interminables de los siguientes cuatro años, volvería de manera obsesiva a aquel preciso instante —the road not taken— la certeza de que, si no hubiera volteado a mirarla, si hubiera regresado a mi puesto, las cosas habrían sido diferentes.
Sus ojos, enormes, negros, brillaban con la luz de las velas. Miraba como si supiera mi futuro. Mi tío pensaba que la voluntad humana era capaz de subyugar cualquier forma de deseo. Mi tío, mi pobre tío. Hablé por primera vez en el día.
«¿Qué dijiste?».
«Es vela de muerto», dijo ella, «sólo debe arder para el muerto».
Su voz era firme, pero suave, como si le estuviera hablando a un hermano menor. Sus consonantes, especialmente la erre, rodaban sobre su lengua con el acento de quien ha aprendido español después de una infancia quechua. Los aretes de plata temblaban sobre sus hombros. Me pregunté a qué olería su cuello.
«¿Me lo quieres explicar?», dije, acuclillándome junto a ella, sintiendo el olor a mujer que una vez había sido tan familiar.
«No entenderías nunca».
Sus ojos eran tan luminosos que tuve que mirar a otro lado. Entonces la vi. Apoyada detrás del ala de la puerta, una vieja Winchester 70, cuya culata gastada contrastaba con los colimadores recién pulidos, inclusive se podía oler el rastro picante de pólvora quemada. ¿Qué hacía un rifle letal allí? La verdad es que en ese momento no me importaba. Nada me importaba. ¿Para qué ocupar la mente en problemas pedestres cuando tenemos acceso a esa realidad elevada que es la belleza?
Saqué la chata de ron que llevaba en el bolsillo. En realidad estaba llena de coñac. Con el cigarrillo en los labios, la abrí antes de ofrecérsela, pero ella me ignoró. Mi mano temblaba.
«¿No tienes sed?».
«No es agua».
«No me digas que también es mala suerte».
Bebí un trago largo, como no se debe tomar el coñac, pero no había otra manera. El trago nunca fue un buen substituto, pero ayudaba, distraía la mente por un rato. El olor a flor de naranjo sobre una piel incandescente era demasiado. No supe qué decir. Un tiempo tuve la facultad; la mayoría de veces, prestándome palabras de otros; unas pocas, con palabras que yo mismo había escrito.
«¿Cómo ocurrió?».
«No importa».
«¿Lo mataron?».
«Un machete lo mató».
«Pero una mano sostenía el machete, ¿no?».
«No importa», dijo ella, «fue justo, uno contra uno».
Mientras ella hablaba, mis ojos seguían la curva de su cuello, hasta el encuentro de sus clavículas, esa concavidad de piel suave que el poeta había llamado Bósforo, al que no cruzaba puente alguno.
«Lo que quieres decir», dije, sin saber realmente a qué me refería, «es que no es justo cuando uno tiene un machete mientras que el otro tiene una ametralladora, ¿no?».
«Una ametralladora mata cien machetes».
Estaba suficientemente cerca como para besarla, pero me frené, fumando una pitada, tratando de mantener mi distancia. Mi tío no sabía que una cosa es reprimir los deseos; otra muy diferente es gobernarlos: ése era el verdadero ejercicio de la voluntad, y sólo podía ocurrir cuando uno dejaba aflorar hasta los deseos más profundos. Tiré el cigarrillo. Consciente del riesgo que corría, pero seguro de que valía la pena intentarlo, me incliné hacia ella, como si fuera a besarla, pero con la intención de detenerme a unos quince centímetros, a salvo del peligro. Ella no comprendió la sutileza. Me empujó con tanta fuerza que me vi obligado a sostenerme con las manos para evitar una caída vergonzosa.
Todavía podía haber regresado a mi puesto, todavía podía haber esperado al día siguiente, agotando la noche en el proceso de olvidarla. No habría sido una muestra de mi fuerza de voluntad sino un triunfo del poder de represión. De modo que me acuclillé junto a ella, seguro de que la urgencia volvería a aflorar.
«¿Por qué lo mataron?».
«Fue pelea de hombres; ya está muerto».
«¿No tienes pena?».
«Pena, tengo, mucha pena, pero no por él, muerto ya no padece; tengo pena por los que van a venir».
Confieso que todavía seguía el diálogo, aunque quizá sin prestar atención a su español formal, como si lo leyera de un libro, pero su respuesta me desconcertó.
«¿Pena por quién?».
«El ejército nos mata, nos matamos entre nosotros: sólo hay una esperanza».
«¿El cielo?».
«El cielo es para los muertos», dijo. «La tierra es para los vivos».
Me acerqué a ella, imaginando cómo sería hundir mi cara entre sus pechos, pero no la toqué. Ella no comprendió mi intención, porque vi un machete aparecer debajo del pañolón, la hoja de acero parpadeando con la luz de las velas, el filo buscándome la carne mortal, y quizá me habría atravesado hasta la espalda, si no la hubiera esquivado, tomándola de la muñeca. Luchamos casi de manera simbólica, pero el tiempo suficiente para que la cercanía de su cuerpo de mujer doblegara mi voluntad. Cuando logré que soltara el machete, ya era demasiado tarde. Fue como una avalancha interior. ¡Qué triste convertirse en el espectador de los propios actos!
«Podrás tocarme», dijo ella. «Pero no tenerme».
No me importó a qué se refería. Mi mano izquierda ya le cubría la boca, mientras mi mano derecha dejaba el rifle en el suelo, soltándome después la correa. Con voracidad, como si sólo me restaran unos minutos de vida, le levanté las polleras sin tomarme el trabajo de contarlas, hasta que mis manos recorrieron sus piernas calientes, subiendo por la curva vertiginosa hasta llegar a su sexo de mujer, el origen del ser, la fuente del tiempo humano. Me mordió la mano izquierda, con fuerza, pero en ese momento inclusive el dolor era parte del placer. Ella quiso alejarse, pero sus piernas adormecidas se lo impidieron, facilitándome la tarea de empujarla de espaldas sobre la piel de oveja. Me acomodé sobre ella para entrar en su carne. Quise besarla, pero me escupió. No me importó. Nada me importaba en ese momento.
Juro que me abrazaba. Juro que sus piernas me sostenían con fuerza. Juro que no oí la primera ráfaga porque en ese preciso instante caía la dulce caída sobre la cual no hay control. Pero cuando la segunda ráfaga del M2 remeció las paredes de adobe, la escuché como si retumbara en mis huesos.
Ella me empujo antes de ponerse de pie de un salto. Trató de recoger el machete, pero lo pateé, alejándolo. El parpadeo de las velas la iluminó, por un instante creí que desaparecería, inclusive me pareció ver una sonrisa en sus labios. No tuve tiempo de pensarlo. El momento era demasiado urgente. Ya con el fusil en la mano, salí a la oscuridad de la noche.

***

Tan pronto salí, el parpadeo amarillo del cañón del M2 me buscó, dándome tiempo justo para tirarme al suelo. Los huesos de los codos me crujieron, un dolor agudo me recorrió los antebrazos, pero me quedé cuerpo en tierra, protegiéndome la cara con el fusil. Entonces todo quedó en silencio. El sargento Galván salió de la casa comunal con un AK-47 en la mano.
«¡Se fueron!».
El capitán —ahora podía verlo con claridad— estaba junto al camión, la Beretta 92 en alto, parpadeando bajo un cielo súbitamente estrellado. Apoyándose en la pierna tiesa, pateó contra el suelo con todas sus fuerzas.
«¡Mierda, mierda, mierda!».
El sargento Galván, como si hubiera recibido una orden, empezó a caminar hacía mí, y, en contra del sentido común, traté de levantarme, pero me disparó una ráfaga que me obligó a tirarme al suelo otra vez. El capitán gritó.
«¿Qué carajos hace, Galván?».
«Matar esta basura, mi capitán».
El sargento Galván ya estaba junto a mí, el cañón de su arma casi apoyado en mi cabeza, el olor a pólvora quemada sobre el metal caliente entrándome por la nariz.
«No dispare, Galván».
«Disculpe, mi capitán, pero esta mierda merece morir aquí mismo».
El sargento Galván apoyó el cañón en mi frente, oí su dedo jalar el gatillo, y cuando el resorte liberó el martillo, mi ano se contrajo dolorosamente, pero no hubo disparo, tampoco contragolpe que cargara otro cartucho. El capitán se acercó apuntándole al sargento Galván, pero éste soltó el cargador de su arma y buscó otro en su morral.
«Galván, imbécil de mierda, ¡deténgase!».
«No, mi capitán», dijo el sargento Galván. «Si queremos ganar esta maldita guerra tenemos que empezar por limpiar toda la basura de nuestras fuerzas». Ya había montado el cargador nuevo, y ahora volteaba hacia el capitán. «Incluyendo los que no saben dar órdenes».
El capitán disparó. El sargento Galván cayó de espaldas, soltando una ráfaga al aire, pero apenas tocó el suelo soltó su arma y se ovilló. Bajo la luz de la Luna se oyó su voz adolorida.
«Cobarde de mierda, nunca ha disparado al enemigo, la herida de la pierna se la hizo en una borrachera, que lo sepan todos».
El capitán disparó al aire, y el sargento Galván se quedó callado.

***

Las fuerzas regulares llegaron al día siguiente, alrededor de las nueve de la mañana. El comandante, instalado en la casa comunal, hizo llamar al capitán. Éste salió una hora después, pálido, se diría que temblando, la pierna más tiesa que nunca. Le ordenó a Toni Rodríguez que nos entregara. El sargento Galván iba con el hombro vendado y la camisa manchada de sangre.
El teniente que nos hizo subir al camión parecía divertido con la mala sangre del sargento Galván. «Se porta como un subversivo, el jijuna.» Subí, sosteniéndome con las manos esposadas, y me senté junto a un PM. Mientras los demás intercambiaban órdenes, hormigueando en la plaza de armas que el día anterior había parecido tan vacía, mis ojos se dirigieron a la puerta abierta.
Sólo se veía un rectángulo negro. Quizá las velas se habían consumido por completo, pero no pude ver el cuerpo, ni las flores, ni la viuda cuya carne había conocido. Recordé el Winchester 70, preguntándome qué diablos hacía allí, pero ya era muy tarde para que una respuesta importara.


* Publicado en Sur y norte (Lima: Editorial Norma, 2008).