Sunday, September 16, 2007

Prólogo

Por Carmen Ollé

No es fácil establecer una correspondencia automática entre la vida interna de los poetas y escritores —hombres y mujeres— y los conflictos sociales. La poesía no refleja de manera inmediata, cual cámara fotográfica o documental, el momento histórico, sino que lo procesa. El poeta polaco Adam Zagajewski (Ucrania 1945), sensible al Holocausto, considera que la poesía da forma a la vida interior pero también tiene que velar por la historia: "los momentos de lucidez son históricos, pero se viven en la cotidianeidad, en la vida normal, con un ojo abierto a la historia"[1].
En este sentido, los efectos del conflicto armado interno que vivió nuestro país durante los años ochenta y principios de los noventa se perciben en la poesía escrita por mujeres peruanas a través de diversas formas, en algunos casos cruda y explícita; en otros, de forma velada y misteriosa, pues nada funciona de acuerdo a una teoría mecanicista, que parece echaran en falta algunos críticos cuando demandan una literatura de la violencia.
Más que una mera imitación de la realidad —como pensaba Aristóteles—, la poesía reconstruye una imagen de dicha realidad de manera original; para ello la percepción de los acontecimientos pasa por varios filtros, semejante a un rayo refracto que brota de una realidad perniciosa que se expresa en emociones intraducibles o en imágenes enigmáticas, la mayoría de las veces a través de una simbología que nos recuerda la experiencia poética del expresionismo alemán en la primera mitad del siglo pasado, especialmente a Georg Trakl, cuya corta vida y breve pero intensa, atormentada poesía nos hablan premonitoriamente de desgracias por venir, como las dos guerras mundiales. Mostrando un paisaje melancólico y decadente, temas como el incesto e imágenes de podredumbre (muros de lepra, uvas purpúreas, el grito de los cuervos), la simbología personal de Trakl expresa con fuerza inusitada la debacle de una época en apariencia rica y culta.
No solo es imposible imitar la realidad, ya que ésta es cambiante, sino que —como señala el filósofo Nelson Goodman— no existe un "ojo natural inocente". De ahí que parezca una discusión inútil echarle la culpa a los artistas peruanos por su supuesta indiferencia o mutismo ante los hechos de violencia que, según el Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación[2], arrojaron la cifra de casi 70 mil muertos, además de violaciones a mujeres de origen campesino y efectos psicológicos irreversibles en la población peruana.
La poesía que se publica en este volumen responde a una antigua pregunta que sigue vigente, formulada por el filósofo alemán Adorno después de la Segunda Guerra Mundial: ¿Es posible escribir poesía después de Auschwitz? ¿Es posible escribir poesía durante y después de un conflicto armado como el de hace veinte años en el Perú? La poesía, el arte no cesan, los/las poetas y los escritores seguirán inspirándose en la realidad, sea ésta reflejo del mal; el mal no como lo entendía Bataille desde su concepción romántico-transgresora, sino desde la idea de crímenes políticos y éticos.
Algunos de los poemas en el presente libro datan de la época del conflicto armado, otros salieron a la luz años después del cese de la guerra. Los sentimientos ante el peligro y el miedo en los poemas están asociados con la noche y la soledad, aunque también con el peligro y la incertidumbre: un tajo, una cuchillada, parecen hundirse en la piel.
Por momentos, más o menos explícita, la poesía también se refiere al futuro, uno imposible, el tiempo en los relojes se ha roto o es arena pura. La metáfora es una figura literaria que elude la descripción directa para darle un vuelco interior a la representación de la realidad objetiva, las palabras se cargan de nuevos significados y revelan una realidad más sutil. Alcohol, ciénagas, decadencia, mármoles íntimos, estas palabras se combinan y asocian de manera original para impresionar al lector en un poema sobre los que van a la guerra. Los niños, dónde están, se pregunta una de las poetas antologadas, han sido sacrificados, la patria los prefiere muertos, dice.
A veces basta un diente de plata en una sonrisa de mujer humilde y trabajadora, como único recuerdo del esposo, para revivir el dolor que sigue latente en medio de la pobreza. Y otra vez la metáfora, la imagen del mar como hierba mala, puertas sin aldaba para ingresar en un mundo delirante del que no hay retorno. Cómo encajar la rutina diaria en una conflagración, los pensamientos se vuelven obsesivos; las compulsiones, secretas; la vigilia parece una pesadilla. Las imágenes hablan más que las balas en el universo poético.
No todo es expresión de una voz lírica monologante en esta antología. La voz del otro/a se deja escuchar, la palabra de la mujer campesina nos habla con la voz de sus adentros para denunciar la violencia sexual, método del enemigo en la guerra para someter a las mujeres, para despojarlas de su dignidad. Es la otra cara de la poesía, la que dialoga con las lideresas populares asesinadas, con las guerrilleras muertas en combate o con los íconos de la cultura popular.
Entonces escuchamos música del recuerdo, a Leonardo Favio, y la poeta reinventa la historia a través de la fusión de palabras: "Baviolada" es el oxímoron, la contradicción perfecta: dos en uno: mujer violada y balada romántica, y la canción de Favio "Hoy la vi..." se transforma en odio, en asco, en basura.
Incluso el arte paradigmático de Ayacucho, el retablo, está presente en un poema para narrar el odio. En este trozo de madera de naturaleza religiosa una historia dentro de otra historia cobra vida, es una historia de horror, todo crimen lo es; otra mujer, víctima de la violencia sexual, implora y evoca la muerte de su amado esposo, asesinado. Canta y danza para nosotros, también ella está muerta, la hicieron volar en pedazos.
Los textos poéticos no se están quietos, viajan por todo el país, se internan entre montañas, llegan a lugares olvidados por el Estado peruano, a los escenarios de los enfrentamientos entre el ejército y Sendero luminoso. Cuando no, deambulan temerosos por la universidad, la cual ha sido intervenida por uno y otro bando y ya no es un referente cultural sino el sitio donde el peligro es inminente Es lo mismo, dentro o afuera, la locura nos llama. Tanto en el terreno de lo íntimo como en el mundo exterior, el mal se ha instalado.
La enfermedad es el mal dentro del cuerpo, un cuerpo que ya no vive, no grita, no ama, encerrado en un hospital, el seno cercenado, mientras en la calle se escuchan balazos. En un contexto como ese hasta la poesía se vuelve pestilencia. La enfermedad y el mal; el deseo y la muerte; obsesionados entre sí. Y en medio del peligro, la noche nos atrae.
Sin embargo, la violencia también engendra, también es madre para las poetas. Madre Violencia no puede detenerse, escribe anhelante; en cambio, la música de una flauta "leve y fina" nos llena de paz, de sosiego.
Soledad, no solo la del ser abandonado a su destino aciago, sino soledad física, soledad entre matorrales, aunque de ahí también emana salvador el olor dulce de una retama que nace del tapial para redimirnos; es decir, siempre hay un resquicio, una vía por la que ingrese paz y sosiego. No todo está perdido entre tanta soledad y muerte. Si morbidez y miseria quedan registradas y pareciera no haber señales de salvación, una flor amarilla puede limpiar la suerte, es el vaticinio de las poetas al final de esta antología, que surge como el testimonio literario de una época oscura y sangrienta.

[1] "Adan Zagajewski/Poeta" en El País, sábado 19 de noviembre de 2005, p. 38.
[2] Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación está disponible en www.cverdad.org.pe