Wednesday, August 15, 2007

Febrero lujuria de Christian Reynoso (fragmento capítulo 31)

La noche llegó a Lago Grande. Los focos de neón se encendieron y la Parada de Danzas continuó como si la noche, invisible, con el tul de la complicidad, pasara de largo, desapercibida, sin captar la atención de los espectadores. Los trajes de luces cambiaron de color con el reflejo neón, y el mareo nocturno empezó a sentirse: dios, prístino, con sabor a eternidad.
De pronto, en ese vaivén festivo, sin que nadie se diese cuenta aparecieron ante el palco oficial los sicuris del barrio Mañazo: caramelo dulce, cerveza dorada, tufillo de amanecida, caldo de cabeza. Y formados en media luna soplaron las zampoñas de seis y siete cañas produciendo un diálogo musical entre sus soplidos, pregunta respuesta pregunta respuesta y las melodías del sicu cobraron vida. Y al centro, marcando el ritmo, se escuchó el sonido del bombo y la tarola; y todos, con pasitos ligeros, envueltos en la música, se perdieron entre los danzarines. Y es que en Mañazo no hay fórmulas creadas. La libertad es el alma y esencia del conjunto y cada quien baila a su manera desplegando el paso del sicu, que es una mezcla de movimientos entrecortados con grácil compás y furor exorcista. Y los disfraces, de todo y nada, extraños, coloridos, vibrantes. Y eso es Mañazo, ¡un caso!, como gritan a viva voz. Y fueron aplaudidos por los espectadores y queridos por la tradición y fiesta que irradiaban. Y ahí estaba Paco Macedo, alto, fornido, bruto, con el bigote rubio y disfrazado de vikingo; y más atrás, sin respiración y con la cara morada del cansancio el poeta Aramayo con su traje de diablo caporal; y a su lado, el indio Tomaylla con su largo cabello negro, vestido de piel roja y ondeando amenazantes hachas; y metros más allá, la chica Santisteban con su paso elegante y sonrisa a flor de piel que miraba al flaco Zea, y él, que bailaba y saludaba a la gente, chino de risa y tropezándose en sus pasos; y al final del conjunto, los espectadores que se contagiaron del ritmo y se unieron a la fiesta, entusiastas, sibaritas, sin disfraz, con botellas de cerveza a la mano y cigarrillos a la boca. Y recordaron al Volvo Montesinos, el china diabla de cabello amarillo rizado, impetuoso, jacarero y excéntrico que nunca dejaba de bailar, y a Tufo, su perro. ¿Y dónde estaban? ¿En el cielo, en el infierno o en Mañazo?; y él, el Volvo que venía siempre al último, bailando solito, con los labios pintados, pícaro, moviendo la carterita, levantándose la falda y alejándose cada vez más del conjunto, los miró desde la muerte en su guarida de Huajsapata y rió, ebrio y feliz, y se rascó la panza, y les dijo: ¡salud! Y nadie dejó de bailar porque Mañazo seducía, emborrachaba y liberaba; y de pronto, en el frenesí del sicuri, llegaron a una esquina y se perdieron, se equivocaron, y cambiaron el curso de su recorrido, y ya nadie supo a dónde ir, y empezaron a regresar por donde habían venido, atropellando a los contrarios y qué importaba dijeron, si con Mañazo no había caso, y nuevamente el repique de la tarola ametralló y los sonidos de las zampoñas emergieron desde las gargantas: saliva dulce, ron con Coca-Cola, bolita de coca, mamita Candelaria, Mañazo, Mañazo, energía del diablo, latido del corazón.