Monday, June 30, 2008

Dos reseñas a Febrero Lujuria

De la lujuria y otras virtudes*

Por: Mario Suárez Simich

El desarrollo actual de la narrativa peruana permite observar una interesante diversidad de procesos de ficcionalización de la “realidad” que están generando la construcción de variados discursos narrativos, los cuales inciden en un enriquecimiento de nuestra tradición. Rota la barrera del cuento como género predominante y la generación de textos que dejaban aflorar pequeños universos cerrados, la novela ha ido condicionando nuevas formulaciones y obligando a nuevas visiones de los diversos universos que conforman los que entendemos como el Perú.
A pesar de esto, aún sobreviven las viejas pugnas entre “narrativas regionales” y “narrativa capitalina”, como si los textos producidos en cualquier lugar del Perú, incluida Lima, no fueran todos “narrativa peruana”. La polémica sobre este tema abarca desde los que defienden un costumbrismo intrascendente hasta los que lo hacen de un cosmopolitismo vacuo y estéril; es decir, los que se encierran tozudamente en su “mundo” hasta los que se entregan a las modas foráneas como una ingenua adolescente. En ambos extremos se olvida que lo que de verdad importa de un texto es el esfuerzo que el narrador debe poner para hacer trascender su universo y sus fantasmas (de los que hablaba Sábato) para hacerlos universales. Sin ese “esfuerzo” Rulfo sería sólo un costumbrista y Wilde un escritor vacuo.
Me congratulo que muchos escritores, sobre todo los pertenecientes a las generaciones más recientes de la narrativa peruana, hayan comprendido que no basta sólo con pintar su aldea para aspirar a ser universal; comprenderlo, si bien no es una garantía de éxito, es un avance. No es ya una casualidad que jóvenes narradores como Sandro Bossio desde Huancayo con El llanto en las tinieblas o Cayo Vásquez desde Iquitos con Hostal Amor, por citar sólo a dos, produzcan textos de gran calidad.
La novela, Febrero Lujuria de Christian Reynoso (Editorial Matamalanga, Lima, 2007), está en esa línea. Del libro de relatos Los testimonios del manto sagrado, publicado en 2001 a esta novela puede apreciarse el giro en la narrativa de este joven escritor, giro que significa abandonar la inmediatez de un costumbrismo ya superado para, sin abandonar el universo que le es propio, hacerlo trascender por medio de un nuevo discurso; fenómeno que también es extrapolable a otros jóvenes escritores que producen sus textos desde la periferia de la capital.
Ficcionar la Fiesta de la Virgen de la Candelaria desde una perspectiva diferente a la tradicional significa aceptar un reto de modernidad que Christian Reynoso lleva a cabo con eficacia y sin abandonar ni traicionar lo esencial que tiene esta celebración como representación de un microcosmos social. Para ello, el narrador toma una distancia estratégica para la cual crea la ciudad ficticia de “Lago Grande”, y de la fiesta, su lado carnavalesco, tanto en lo que tiene de significado católico como de forma de construir una realidad como la define Bajtín. Con esa distancia y sobre esa estructura aparecen una serie de diversos personajes que le dan a la novela una polifonía que a través del discurso carnavalesco nos permite adentrarnos en ese microcosmos desde diferentes puntos de vista y disfrutar de esa polivalencia. También, sobre esa polivalencia el narrador construye y resume los elementos antagónicos que subyacen en esta fiesta expresadas en dicotomías como fe/paganismo, amor/lujuria, razón/instinto. Así, desacralizando la visión tradicional de la Fiesta de la Candelaria, Christian Reynoso nos ofrece una visión diferente y singular de ella.
Cuando el sociólogo José Luis Ramos Salinas, en una interesante reseña sobre esta novela dice que Febrero lujuria “…nos permite entender mucho mejor las Fiestas de la Candelaria…” quiere decir que el narrador nos ha mostrado “algo” de ella que no habíamos visto antes y eso, como decía Balzac, deber ser el objetivo de todo escritor.

*Publicado en Sieteculebras Nro. 24 (Cusco, mayo-agosto 2008)


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Christian Reynoso. Febrero Lujuria. Grupo Editorial Matalamanga. Lima-Perú 2007. 412 pp. *

Por José Gabriel Valdivia

La evolución de la narrativa latinoamericana ha discurrido paralela a sus procesos socioeconómicos y a los conflictos socioculturales que estos han ido generando. En los primeros años del siglo XX, los conflictos entre el indigenismo y el cosmopolitismo, se expresaron en el auge de la novela de la tierra y luego en el desarrollo de la novela urbana. Esta última parece ser hoy hegemónica, aunque la otra no ha dejado de producirse y manifestar la nueva vida que en los Andes se ha ido produciendo, gracias a los flujos y reflujos del capitalismo y últimamente a la inserción del neoliberalismo.
Puno, ciudad lacustre y altiplánica, no ha escapado a estos embates de fines del siglo XX y sus escritores jóvenes parecen haberse dado cuenta que lo tutelar milenario y atávico debe vislumbrarse en función de ese futuro globalizado y globalizante. Christian Reynoso (Puno-1978) es uno de los noveles escritores punenses que ha publicado Febrero Lujuria, una novela que se instala en los cánones de lo que se ha venido a llamar –según Alberto Fuguet- el neoliberalismo mágico y sustenta lo que reflexionamos líneas arriba. La visión demitificadora de la afamada fiesta de la Virgen Candelaria que se plantea en el relato, la emparenta con En octubre no hay milagros de Oswaldo Reynoso, salvando los espacios y los tiempos, y la ubica en el derrotero novelesco peruano.
Los nuevos lectores, ajenos al entorno puneño, pueden enterarse de las danzas y sus excesos, de las devociones y sus lamentos, de las festividades y sus placeres, en esta muy interesante ficción. Sin duda que para los devotos y también para los tradicionistas, este relato sea permisivo, blasfemo e impertinente, pero no podrán negar el tono sencillo de su lenguaje, la frescura de los acontecimientos, lo paródico de sus personajes y la carnavalesca visión de febrero en Lago Grande. Un buen inicio para este diablo escribidor que ha brotado de las polleras de la mamita Candelaria.

*Publicado en El búho (Arequipa)

Friday, June 20, 2008

La viuda de Cayara

Por José de Piérola*

Hasta entonces sólo habíamos encontrado gallinas perdidas, algún gallo desorientado, un burro ciego atado frente a una puerta cerrada, pero aquel día las cosas fueron muy diferentes. De manera inexplicable nos topamos con dos pueblos donde todavía había gente. En el segundo, como para no creerlo, encontramos unos treinta indios reunidos en una esquina, pero tan pronto vieron el primer Jeep asomar en el terral desolado que debía ser la plaza principal, se esparcieron como pájaros alcanzados por una piedra: los más jóvenes en medio de un revoloteo de ponchos, los más viejos sosteniendo sus sombreros de fieltro en la cabeza, las mujeres revoloteando las polleras mientras huían con niños atados a la espalda. En menos de veinte segundos no quedó nadie. Cuando la nube de polvo se asentó, pudimos ver que habían estado reunidos frente a una puerta abierta que por el sol parecía un rectángulo negro cortado en la pared de adobe mal encalado.
El capitán, de pie en su Jeep como un César que entra a territorio conquistado, levantó la mano para que el convoy, dos Jeeps y un viejo camión Mercedes-Benz, se detuviera. Los motores rezongaron, sacudiéndose, antes de dejar el pueblo en silencio. Entonces, como una Polaroid, la puerta abierta empezó a revelar, primero, dos hileras de cirios encendidos; luego, una mesa donde yacía un cuerpo; finalmente, una mujer arrodillada en el suelo. Como era de esperar, los ojos de mis camaradas —el término me produce escalofríos— se dirigieron hacia la mujer, que a la distancia parecía joven. ¿Qué diablos tenía esa mujer en la cabeza? Sólo una ignorancia supina la habría hecho tomar la decisión de quedarse en el pueblo. Las indias jóvenes, sobre todo si eran bonitas, nos temían, en parte gracias a la bestialidad de mis camaradas de armas, pero también gracias a la fama —si ése es el término correcto— que precedía al capitán que debía servirnos de guía moral.
Saltamos del camión, llenando la plaza con el eco de veinticuatro botas. En otras circunstancias, habría sido muy fácil saber lo que estaba a punto de ocurrir, forzándome una vez más a ser testigo involuntario de lo más bajo de la conducta humana. Ese día, cuando las cosas podían haber seguido su cauce abominable, alguien señaló la casa comunal donde unas frescas letras rojas que desde la casa comunal parecían gritar: DIEZ AÑOS DE GUERRA POPULAR. En el techo, como burlándose de nosotros, una bandera roja flameaba contra un intenso cielo azul.
Todo el mundo paró en seco. Nuestro pelotón, compuesto de crueles hijos de puta, o de patéticos perdedores, según le apeteciera a quien lo describía, todavía experimentaba esa contracción involuntaria del ano cuando sentía la presencia inminente del enemigo. Todos, excepto el capitán, por supuesto, a quien nada parecía impresionarlo, ni el cadáver hinchado de un niño bajo una penca, ni uno de esos amaneceres andinos que parecían dibujados por la mano de Dios.
El capitán saltó del Jeep, aunque el verbo tal vez sea excesivo para la media contorsión, seguida del torpe movimiento de pierna, antes de la caída que ni el más generoso observador habría calificado como elegante —viéndolo moverse con esa pierna tiesa, era inevitable pensar en el capitán Ahab. Caminó hacia el centro de la plaza, arrastrando la pierna que según se decía había recibido fuego enemigo hacía tres años. Con las manos en la cintura, las axilas húmedas, examinó los techos que nos rodeaban. Excepto por la siniestra bandera roja, el pueblo entero parecía vacío: el silencio era absoluto.
«¡Domínguez!», ordenó el capitán sin voltear.
Domínguez se apresuró a acercarse. «Sí, mi capitán».
«Bájala».
Domínguez miró la bandera con aprehensión. «Pero, mi capitán…».
«¿Te has vuelto sordo, Domínguez?».
«No, mi capitán, es que…».
«Carajo, Domínguez, es una orden».
Apodado «el Contorsionista», porque venía de una familia dueña de un miserable circo provinciano, Domínguez corrió hacia la casa comunal, el AK-47 balanceándose en su espalda, la cantimplora sacudiéndose en su cadera. Desapareció detrás de la esquina, y unos minutos después lo vimos avanzando sobre el ápice del techo a dos aguas, balanceando los brazos como los equilibristas. Se acercó a la bandera con facilidad, y la arrancó de un tirón, provocando un festejo de alivio entre nosotros. Pero cuando ya volteaba, su bota resbaló, empujando una enorme teja que se arrastró sobre el techo, aflojando otras a su paso, hasta caer a la plaza con un estruendo escalofriante ampliado por el eco.
Domínguez tenía ahora problemas para mantenerse de pie. Agitó los brazos, arqueando el cuerpo, pero la fuerza de la gravedad pudo más. Trastabilló antes de caer rodando por el techo hasta llegar al polvo de la plaza de cabeza yen medio de una lluvia de tejas. Quedó en el suelo, la cabeza cubierta con la bandera roja, el cuerpo quebrado; sin embargo, todavía esperábamos que se pusiera de pie con uno de esos movimientos elásticos que daban la impresión de que estaba hecho de goma. Pero no se movió. Mucho peor. De debajo de la bandera venía un ruido como de burbujas.
El capitán se acercó, dejando un rastro en el polvo, luego se medio arrodilló para arrancar la bandera que le cubría la cara a Domínguez.
«¡La puta que lo parió!».
Corrimos a ver qué pasaba. El ruido lo producía sangre fresca que reventaba en burbujas debajo del mentón de Domínguez. De cerca, era fácil comprobar que una bala le había atravesado el cuello, cortándole limpiamente la yugular y condenándolo a una muerte segura. Comprendiendo en retrospectiva que el ruido de la teja había sido en realidad un disparo, nos tiramos al suelo. Todos, excepto el capitán, por supuesto.
«¿Qué diablos creen que hacen, manga de inútiles? ¿No saben que en el suelo son blanco seguro para un francotirador? ¡Párense!».
Nos pusimos de pie, avergonzados, y peinamos los techos con el arma al hombro, examinando cada tejado, cada ventana, inclusive cada esquina, pero no encontramos a nadie. El capitán no podía arrodillarse, pero flexionó la pierna sana, hasta que su cara quedó cerca de la de Domínguez. Habló en voz baja, algo como una plegaria, aunque parecía imposible que una oración hubiera cruzado jamás la boca del capitán.
Se puso de pie, meditó unos instantes, quizá sobre el hecho de no tener un enfermero en el pelotón, quizá el estar a dieciocho horas de la posta más cercana, quizá sobre la orden de esperar a la fuerza regular en ese pueblo. Quizá disfrutaba la anticipación. Imposible saberlo. Lo vimos sacar su Beretta 92, rastrillarla en el mismo movimiento, luego apuntar a la cabeza de Domínguez. Disparó un tiro que retumbó en la plaza. El burbujeo cesó.
El capitán guardó su arma antes de hacer un saludo militar.
«Se había roto el cuello», dijo como para sí. «¡Galván!».
«Sí, mi capitán».
«Te tengo tres tareas», dijo el capitán. «Primero, manda algunos hombres para ver si el francotirador está allí, no quiero que nos vuelva a joder. Segundo, quema ese trapo de mierda. Tercero, dale cristiana sepultura a Domínguez».

***

Nuestro pelotón era una unidad de reconocimiento en la región que el enemigo llamaba «territorio liberado». Como otras unidades del mismo tipo, nosotros éramos el proverbial conejo que se suelta frente a los perros: si había algún ladrido, las fuerzas regulares sabrían qué hacer. No era un trabajo fácil, pero tampoco era insoportable. Salvo la remota posibilidad de caer abatido por una bala enemiga, y la más probable de perder una pierna en alguna maldita explosión, nuestro trabajo era casi rutinario. Los indios mismos nos facilitaban las cosas: tan pronto oían nuestros motores, quizá tomándonos por la fuerza regular, se iban con tanto apremio que más de una vez encontramos una de esas sopas de papas a medio comer, y, en sus cuartuchos oscuros y mal ventilados, los pellejos de carnero de sus camas todavía calientes.
Nos asegurábamos de que el pueblo estuviera «limpio», lo que quería decir que no sirviera de base de apoyo al enemigo, informábamos lo que habíamos encontrado, luego enfilábamos al siguiente pueblito de la puna. Es cierto que no íbamos bien armados. Nuestra razón más poderosa era una vieja M2, que en sus tiempos de gloria había disparado 550 cartuchos por minuto, pero que ahora, si no se atoraba, quizá podía llegar a disparar 100. Pero era suficiente para protegernos. Vanguardia Roja, compuesta en su mayoría por indios ignorantes a quienes les habían lavado la cabeza, estaba en peores condiciones: sólo los jefes llevaban AK-47 o Kalashnikovs, porque el arma oficial era el machete y, a falta de éste, un patético rifle de palo.
Esa mañana, cuando entramos al primer pueblo del día, pensamos que la jornada sería como cualquier otra, pero tan pronto llegamos a la plaza principal supimos que nuestra rutina cambiaba. Tres indios, las manos atadas en la espalda, los pies asegurados con soga de cabuya, esperaban sentados bajo el ardiente Sol andino. El capitán sacó su Beretta 92 y se les acercó arrastrando la pierna.
No nos dio ninguna orden, quizá por la sorpresa, pero todos saltamos del camión, los rifles listos, chequeando cada tejado, cada ventana, cada esquina. Ése era el procedimiento correcto. Mis camaradas de armas nunca habían leído poesía, menos aún poesía anglosajona, y lo más probable es que se murieran sin que les importara un carajo, pero todos sabían muy bien aquello de do not go gentle into the night.
Cuando tuvimos la seguridad de que el pueblo estaba limpio, fuimos a ver al capitán, esperando que nos carajeara de rigor antes de ordenarnos que buscáramos algo sabroso para el desayuno, pero los indios ahora captaban toda su atención. Los examinaba. Los examinaba con curiosidad, como quizá un comerciante de esclavos de la Costa de Marfil lo habría hecho, pero le apuntaba al más joven, un chiquillo de unos quince años, correoso, de brazos nervudos, cuyo pésimo corte de pelo lo hacía verse más joven de lo que era. Miraba al capitán con el desdeño adolescente con el que mira a un adulto un integrante de una banda de rock pesado. El capitán le preguntó:
«¿Cómo mierda te llamas?»
El muchacho no respondió, pero como si hubieran recibido una orden, los tres empezaron a cantar, en coro. No se entendía un carajo porque cantaban en quechua, pero no había que ser un genio para comprender que era uno de esos himnos de Vanguardia Roja, casi siempre en torno a la ilusoria «victoria final». El capitán, aunque no era muy amante de la música, pareció divertido al principio, inclusive inclinó la cabeza, como quien evalúa un costoso equipo de sonido. Siempre que sonreía era inevitable imaginar que una cicatriz rosada le bajaba de la ceja hasta el mentón.
«¡Silencio, carajo!»
Los indios siguieron cantando. El más joven, todavía mirando al capitán con ojos desafiantes, inclusive parecía gozar la maldita canción. El sargento Galván, al que nunca conocí gesto diplomático alguno, se acercó de dos trancos y, sin más preámbulo, metió el cañón de su pistola en la boca del muchacho, pero éste, a pesar de la dificultad, siguió cantando con las venas del cuello abultadas por el esfuerzo. Sí, debía tener unos quince. Recuerdo aquella edad. La sensación de libertad absoluta. La gracia que me causaba sacar de quicio a los curas maristas. El sargento Galván gritó:
«¡Silencio, hijo de la gran puta!»
«¿Qué mierda cree que hace, Galván.»
«Tratando de ayudar, mi capitán.»
«¿Le parece que necesito ayuda?»
«No, mi capitán.»
«¿Le pedí ayuda?»
«No, mi capitán.»
El capitán levantó la Beretta 92 hasta que quedó a la altura del sargento Galván. «Largo», dijo. «Asegúrese de que en este pueblo de mierda no haya ningún terrorista.»
«Sí, mi capitán.» El sargento Galván hizo un medio saludo militar antes de irse.
El chiquillo no había dejado de cantar. El capitán, sin mirarlo, se apoyó en la pierna buena, dio una sorpresiva media vuelta y estrelló la pierna tiesa contra el pecho del chiquillo. Éste se arrugó como un caracol al que se saca de la concha.
El capitán llamó a la base de Castrovirreyna, quizá con la esperanza de que nos ordenaran regresar, llevando a los prisioneros, pero el comandante le ordenó custodiarlos hasta que la fuerza regular nos diera el alcance en Cayara. El capitán estrelló el micrófono contra el gancho de la radio, luego, asintiendo en silencio, abrió el mapa de caminos para estudiar la nueva ruta. Cayara estaba a cuatro horas, de modo que ordenó que subiéramos a los prisioneros al camión, y nos preparáramos para largarnos de ese maldito pueblo.
«Con todo respeto, mi capitán, no creo que sea buena idea», dijo el sargento Galván. «Estos terroristas de mierda nos van a dar un dolor de cabeza. ¿Por qué no los eliminamos, mi capitán?»
El capitán lo miró, como pensándolo, aunque era imposible estar seguro qué pasaba por su cabeza. Sus ojos verdes a veces tenían un brillo de inteligencia, hasta de dignidad, pero la mayoría de las veces eran dos pedazos de piedra, mal cortados e incrustados a la mala en sus órbitas.
«¿Qué mierda le pasa hoy, Galván?»
«Nada, mi capitán, sólo que yo…»
«Sólo que yo sé más que usted, mi capitán», lo imitó el capitán. «No voy a repetir mis órdenes.»
El sargento Galván asintió de mala gana. Una cosa era ir de pueblo en pueblo quemando banderas rojas; otra muy distinta era transportar prisioneros. El sargento Galván era una bestia que no sabría diferenciar un libro de un ladrillo, pero, sin contar los seis meses que pasó preso, era el que tenía más experiencia en la guerra. Sabía que Vanguardia Roja rara vez daba la cara, pero cuando se trataba de rescatar a uno de los suyos, recurría a un ingenio sin límite. Podían no tener muchas armas automáticas, pero eran diestros en tirar dinamita con una honda de piel de carnero.
De modo que viajamos los cerca de cien kilómetros de una carretera polvorienta, llena de baches, diseñada por un ingeniero al que le gustaban los diseños churriguerescos. Durante las cuatro horas esperamos la explosión de dinamita que bloqueara el camino con una avalancha de piedras. No había ocurrido. Habíamos llegado bien, y, por el momento, sólo había muerto uno de nosotros. No era para celebrar, por supuesto, pero no estaba mal. Como habría dicho el poeta, We were clinging to the light.

***

El sargento Galván cumplió las tres tareas que le había dado el capitán. El francotirador no estaba por ninguna parte. Excepto por la mujer arrodillada, en el pueblo no había otro ser vivo. La bandera se había quemado como las otras, echándole unas gotas de gasolina y prendiéndole fuego con un encendedor marca Bic. Finalmente, a Domínguez lo habían enterrado junto al río, entre pájaros y árboles, como diría el poeta, pero no porque al sargento Galván le interesaran un carajo las connotaciones poéticas, sino porque allí había encontrado una fosa recién cavada.
El capitán nos había ordenado que metiéramos a los prisioneros en la casa comunal. Mientras los arrastrábamos hasta la puerta, el muchacho seguía mirándolo, como si quisiera aprenderse su cara de memoria. Tuvimos que darle un culatazo en el pecho para que bajara la mirada. Los encerramos con candado en el salón principal de la casa comunal. El capitán ordenó entonces que Toni Rodríguez hiciera la primera guardia junto a la puerta, y que Paco Saldaña tomara el primer turno detrás de la M2 del Jeep artillado. Recién entonces, quizá porque lo único que nos quedaba era esperar a la fuerza regular, el capitán dirigió su atención a la puerta abierta. La mujer, ignorando hambre y sed, seguía allí, arrodillada, como si el tiempo no pudiera tocarla.
El sargento Galván, la mirada más grasosa que de costumbre, miró a la mujer, luego al capitán, con la impaciencia de un perro de presa que lucha con el arnés que lo sujeta. Pero, en lugar del leve movimiento de cabeza con el que aprobaba las bestialidades del sargento Galván, el capitán se dirigió él mismo hacia la puerta. El sargento Galván, sin perder la esperanza, lo siguió, inquieto como un perro que ha olido una hembra en celo.
El capitán se apoyó en el marco de la puerta. Las velas exhalaban un olor frío, casi húmedo, el mismo que uno siente al entrar en una iglesia a medianoche. En la tosca mesa de madera yacía el cuerpo de un hombre joven, quizá de unos veinticuatro, vestido con pantalón de bayeta negra, camisa abotonada hasta el cuello y zapatos recién remendados. Las velas eran cirios a medio consumir que, al parecer, ardían desde la mañana. La cera derretida había ensanchado las bases.
El único adorno de la habitación era una fotografía en blanco y negro clavada en la pared de adobe: una pareja vestida de domingo, sonriendo a uno de esos fotógrafos itinerantes que habíamos visto en las plazas de armas de los pueblos más grandes. La mujer, arrodillada en una esponjosa piel de carnero, nos ignoró. De lejos sólo se podía intuir que era joven; de cerca se comprobaba que también era hermosa. Unas trenzas negras, gruesas, colgaban en su espalda atadas con una cinta roja. Las facciones limpias, los pómulos salientes, los labios perfectos, parecían trazados por una línea dorada que flotaba en la penumbra. La blusa, sujeta por un corpiño ajustado en la cintura, complementaba la pollera negra, henchida por muchas enaguas. Sostenía un rosario entre los dedos.
«Mi capitán…», empezó diciendo el sargento Galván, sin poder aguantarse más.
«Ni lo piense, Galván».
«Pero, mi capitán, ya van casi dos semanas, ¿no le parece?»
«Por la puta que lo parió, Galván, ¿se ha propuesto llevarme la contra?»
El sargento Galván miró a la mujer, luego al capitán, las ventanillas de la nariz aleteándole. De mala gana dijo: «Mis disculpas, mi capitán, no volverá a pasar, perdone la impertinencia».
«Lo hago personalmente responsable», dijo el capitán. «No quiero que nadie le ponga un dedo encima a esta mujer, si no quiere que lo deje amarrado a un árbol, calato, como regalo para Vanguardia Roja».

***

La única emoción que le conocíamos al capitán era la furia, desde la subterránea, contenida, que parecía siempre salirle por los poros, hasta las explosiones monumentales cuando alguien lo desobedecía. Era la primera vez que se le veía esa mezcla de compasión y respeto. Habíamos visto otros cadáveres. Demasiados. La mayoría tirados a un lado de la carretera, la barriga hinchada, los labios morados, los ojos resecos, siempre cubiertos por una nube de moscas azules. Era la primera vez que veíamos un muerto vestido para enfrentar lo que el poeta llamaba the long night.
La presencia de la mujer, en especial su capacidad para permanecer inmóvil por tanto tiempo, tuvo el efecto predecible en mis camaradas de armas. Sin duda aguijoneados por las hormonas —la dudosa mejora de posibilidades de apareamiento— todos comieron sus raciones como gente civilizada. Nadie contó esos chistes que siempre incluían órganos sexuales o excreciones humanas, tampoco se tiraron pedos, ni se mentaron la madre con esas florituras que les hacían tanta gracia. No se les pasaba por la cabeza que, si la mujer no hablaba español, su buen comportamiento no serviría para un carajo.

Cuando terminamos las raciones, el capitán nos examinó, sin duda tratando de decidir quién haría la guardia de noche. Se detuvo ante mí, sopesándome. Se sentía superior a los demás porque había pasado por la escuela de oficiales, inclusive se decía que había recibido entrenamiento especial en Panamá, pero sabía que yo sí había tenido una verdadera educación, y que, si todo salía bien, algún día estaría muy por encima de él. Ése había sido el trato que me tío me había ofrecido después que me expulsaron de la Católica. Sin embargo, de momento, yo era un simple subalterno. De modo que me ordenó tomar el turno de la noche. No le gustaba a nadie, porque se dormía mal, y se corría el riesgo de despertar con una patada de la pierna tiesa en las costillas. Pero a mí no me importaba. La noche siempre era buena para recordar.
Luego de dar sus últimas órdenes del día, el capitán trepó al camión, convertido cada noche en su privado, donde no faltaba una buena cama de campaña, almohada, inclusive una silla plegable que hacía las veces de mesa de noche. El sargento Galván fue a mirar a la mujer un par de veces, contorsionando el cuerpo como si no cupiera dentro de su piel, luego regresaba negando con la cabeza, mascullando algo que a nadie le importaba entender, pero al final, por su propio bien, se metió en su tienda a las nueve. Dos horas después, todo el mundo dormía, excepto, por supuesto, la mujer y yo —Condori, a quien le tocaba el turno de la noche detrás del M2, dormía envuelto en una frazada, el inclinado hasta taparle los ojos.
La luz de la Luna iluminaba la plaza con un azul pálido, casi plateado, perfilando sombras que parecían dibujadas con un pincel de tinta china: las curvas de los tejados en las paredes de adobe, la lona del camión en el polvo de la plaza, la silueta angular del M2 terminada en el ovillo humano que ahora era Condori. En el aire frío, limpio, se podía oír el ulular de una lechuza, quizá llamando una hembra, quizá, como decían los indios, llamando a la muerte. Desde lejos llegaba el ruido del río que empujaba con lenta determinación pedrones que chocaban con un ruido de dentellada bajo el agua.

El frío ya me había atravesado la chaqueta, inclusive los pantalones, y ahora empezaba a alcanzarme los huesos; sin embargo, hacía ya un par de horas que estudiaba la puerta abierta. Las velas ya se habían consumido casi hasta la base, pero seguían siendo una luminosidad que dibujaba el perfil de la viuda. Entonces, sin poder predecir el futuro, pensé que un soldado con piernas entumecidas no serviría de mucho ante un ataque real. De modo que caminé unos pasos, pateando en el aire, viendo mi respiración condensarse frente a mí, pero tan pronto volví a mi puesto, el frío me empezó a agarrotar las piernas otra vez. No sería tan malo, pensé, si me alejara un poco más de la casa comunal, o si me acercara a la mujer, dependiendo de la perspectiva. De modo que empecé a caminar cada vez más lejos, o más cerca, hasta que llegué a la puerta.
Me detuvo el asombro. La mujer arrodillada, medio cuerpo iluminado por las velas, se parecía a un cuadro de La Tour. De hecho, era una asombrosa combinación de «El descubrimiento del cuerpo de San Alexis» y el «Magdalena penitente». Nadie, ni siquiera el capitán, menos aún el sargento Galván, habría notado aquel parecido, tampoco la atracción. No sé cuánto tiempo estuve allí, disfrutando de aquella visión, pero cuando regresé a mi puesto, aquella imagen había quedado grabada en mi mente. ¿Qué puede ser más cautivante que la belleza? ¿Qué persiste con intensidad de fuego en la memoria?
Me acerqué a las carpas. Había un concierto apagado de ronquidos acompañados de pedos. Me acerqué al camión, y me quedé allí, inmóvil, hasta que oí el ronquido vitriólico del capitán. Entonces, caminando tan silenciosamente como podía, crucé la plaza seguido por mi sombra de luz de Luna.

***

Experimentaba otra vez, después de mucho tiempo, la anticipación que una vez había sido tan familiar: el aleteo de la nariz, la respiración acelerada, el retumbar del corazón contra las costillas. La había sentido en algunas calles oscuras de La Victoria, o del centro de Lima, y esa noche volvía a mí mientras me apoyaba en el dintel de la puerta. Las velas eran ahora aros de cera sobre los cuales temblaban llamas amarillas. Las flores blancas a los pies del cadáver todavía exhalaban el aroma dulzón de los altares de las iglesias.
La mujer, que de lejos parecía tan quieta, de cerca era todo movimiento: el pecho que se henchía con su respiración, los senos que empujaban rítmicamente el corpiño, los labios que pronunciaban una plegaria. Sin embargo, el silencio era tal que se podía oír la caída de las pequeñas esferas de piedra del rosario que ella pasaba con los pulgares. Su perfil seguía dibujado por la línea dorada. Juro que era una de las imágenes más conmovedoras que había visto en mi vida.
Saqué un cigarrillo del bolsillo de mi chaqueta. Las llamas, sensibles al menor cambio de presión, parpadearon, haciendo bailar las sombras que se proyectaban en la pared de adobe. Inclusive el muerto pareció moverse. Me incliné sobre una de las llamas, haciendo pantalla con las manos.
«Es mala suerte».
La voz sonó tan clara que pensé que era producto de mi imaginación. Una de esas voces que llega en la noche para decir algo que uno no quiere oír. En las noches interminables de los siguientes cuatro años, volvería de manera obsesiva a aquel preciso instante —the road not taken— la certeza de que, si no hubiera volteado a mirarla, si hubiera regresado a mi puesto, las cosas habrían sido diferentes.
Sus ojos, enormes, negros, brillaban con la luz de las velas. Miraba como si supiera mi futuro. Mi tío pensaba que la voluntad humana era capaz de subyugar cualquier forma de deseo. Mi tío, mi pobre tío. Hablé por primera vez en el día.
«¿Qué dijiste?».
«Es vela de muerto», dijo ella, «sólo debe arder para el muerto».
Su voz era firme, pero suave, como si le estuviera hablando a un hermano menor. Sus consonantes, especialmente la erre, rodaban sobre su lengua con el acento de quien ha aprendido español después de una infancia quechua. Los aretes de plata temblaban sobre sus hombros. Me pregunté a qué olería su cuello.
«¿Me lo quieres explicar?», dije, acuclillándome junto a ella, sintiendo el olor a mujer que una vez había sido tan familiar.
«No entenderías nunca».
Sus ojos eran tan luminosos que tuve que mirar a otro lado. Entonces la vi. Apoyada detrás del ala de la puerta, una vieja Winchester 70, cuya culata gastada contrastaba con los colimadores recién pulidos, inclusive se podía oler el rastro picante de pólvora quemada. ¿Qué hacía un rifle letal allí? La verdad es que en ese momento no me importaba. Nada me importaba. ¿Para qué ocupar la mente en problemas pedestres cuando tenemos acceso a esa realidad elevada que es la belleza?
Saqué la chata de ron que llevaba en el bolsillo. En realidad estaba llena de coñac. Con el cigarrillo en los labios, la abrí antes de ofrecérsela, pero ella me ignoró. Mi mano temblaba.
«¿No tienes sed?».
«No es agua».
«No me digas que también es mala suerte».
Bebí un trago largo, como no se debe tomar el coñac, pero no había otra manera. El trago nunca fue un buen substituto, pero ayudaba, distraía la mente por un rato. El olor a flor de naranjo sobre una piel incandescente era demasiado. No supe qué decir. Un tiempo tuve la facultad; la mayoría de veces, prestándome palabras de otros; unas pocas, con palabras que yo mismo había escrito.
«¿Cómo ocurrió?».
«No importa».
«¿Lo mataron?».
«Un machete lo mató».
«Pero una mano sostenía el machete, ¿no?».
«No importa», dijo ella, «fue justo, uno contra uno».
Mientras ella hablaba, mis ojos seguían la curva de su cuello, hasta el encuentro de sus clavículas, esa concavidad de piel suave que el poeta había llamado Bósforo, al que no cruzaba puente alguno.
«Lo que quieres decir», dije, sin saber realmente a qué me refería, «es que no es justo cuando uno tiene un machete mientras que el otro tiene una ametralladora, ¿no?».
«Una ametralladora mata cien machetes».
Estaba suficientemente cerca como para besarla, pero me frené, fumando una pitada, tratando de mantener mi distancia. Mi tío no sabía que una cosa es reprimir los deseos; otra muy diferente es gobernarlos: ése era el verdadero ejercicio de la voluntad, y sólo podía ocurrir cuando uno dejaba aflorar hasta los deseos más profundos. Tiré el cigarrillo. Consciente del riesgo que corría, pero seguro de que valía la pena intentarlo, me incliné hacia ella, como si fuera a besarla, pero con la intención de detenerme a unos quince centímetros, a salvo del peligro. Ella no comprendió la sutileza. Me empujó con tanta fuerza que me vi obligado a sostenerme con las manos para evitar una caída vergonzosa.
Todavía podía haber regresado a mi puesto, todavía podía haber esperado al día siguiente, agotando la noche en el proceso de olvidarla. No habría sido una muestra de mi fuerza de voluntad sino un triunfo del poder de represión. De modo que me acuclillé junto a ella, seguro de que la urgencia volvería a aflorar.
«¿Por qué lo mataron?».
«Fue pelea de hombres; ya está muerto».
«¿No tienes pena?».
«Pena, tengo, mucha pena, pero no por él, muerto ya no padece; tengo pena por los que van a venir».
Confieso que todavía seguía el diálogo, aunque quizá sin prestar atención a su español formal, como si lo leyera de un libro, pero su respuesta me desconcertó.
«¿Pena por quién?».
«El ejército nos mata, nos matamos entre nosotros: sólo hay una esperanza».
«¿El cielo?».
«El cielo es para los muertos», dijo. «La tierra es para los vivos».
Me acerqué a ella, imaginando cómo sería hundir mi cara entre sus pechos, pero no la toqué. Ella no comprendió mi intención, porque vi un machete aparecer debajo del pañolón, la hoja de acero parpadeando con la luz de las velas, el filo buscándome la carne mortal, y quizá me habría atravesado hasta la espalda, si no la hubiera esquivado, tomándola de la muñeca. Luchamos casi de manera simbólica, pero el tiempo suficiente para que la cercanía de su cuerpo de mujer doblegara mi voluntad. Cuando logré que soltara el machete, ya era demasiado tarde. Fue como una avalancha interior. ¡Qué triste convertirse en el espectador de los propios actos!
«Podrás tocarme», dijo ella. «Pero no tenerme».
No me importó a qué se refería. Mi mano izquierda ya le cubría la boca, mientras mi mano derecha dejaba el rifle en el suelo, soltándome después la correa. Con voracidad, como si sólo me restaran unos minutos de vida, le levanté las polleras sin tomarme el trabajo de contarlas, hasta que mis manos recorrieron sus piernas calientes, subiendo por la curva vertiginosa hasta llegar a su sexo de mujer, el origen del ser, la fuente del tiempo humano. Me mordió la mano izquierda, con fuerza, pero en ese momento inclusive el dolor era parte del placer. Ella quiso alejarse, pero sus piernas adormecidas se lo impidieron, facilitándome la tarea de empujarla de espaldas sobre la piel de oveja. Me acomodé sobre ella para entrar en su carne. Quise besarla, pero me escupió. No me importó. Nada me importaba en ese momento.
Juro que me abrazaba. Juro que sus piernas me sostenían con fuerza. Juro que no oí la primera ráfaga porque en ese preciso instante caía la dulce caída sobre la cual no hay control. Pero cuando la segunda ráfaga del M2 remeció las paredes de adobe, la escuché como si retumbara en mis huesos.
Ella me empujo antes de ponerse de pie de un salto. Trató de recoger el machete, pero lo pateé, alejándolo. El parpadeo de las velas la iluminó, por un instante creí que desaparecería, inclusive me pareció ver una sonrisa en sus labios. No tuve tiempo de pensarlo. El momento era demasiado urgente. Ya con el fusil en la mano, salí a la oscuridad de la noche.

***

Tan pronto salí, el parpadeo amarillo del cañón del M2 me buscó, dándome tiempo justo para tirarme al suelo. Los huesos de los codos me crujieron, un dolor agudo me recorrió los antebrazos, pero me quedé cuerpo en tierra, protegiéndome la cara con el fusil. Entonces todo quedó en silencio. El sargento Galván salió de la casa comunal con un AK-47 en la mano.
«¡Se fueron!».
El capitán —ahora podía verlo con claridad— estaba junto al camión, la Beretta 92 en alto, parpadeando bajo un cielo súbitamente estrellado. Apoyándose en la pierna tiesa, pateó contra el suelo con todas sus fuerzas.
«¡Mierda, mierda, mierda!».
El sargento Galván, como si hubiera recibido una orden, empezó a caminar hacía mí, y, en contra del sentido común, traté de levantarme, pero me disparó una ráfaga que me obligó a tirarme al suelo otra vez. El capitán gritó.
«¿Qué carajos hace, Galván?».
«Matar esta basura, mi capitán».
El sargento Galván ya estaba junto a mí, el cañón de su arma casi apoyado en mi cabeza, el olor a pólvora quemada sobre el metal caliente entrándome por la nariz.
«No dispare, Galván».
«Disculpe, mi capitán, pero esta mierda merece morir aquí mismo».
El sargento Galván apoyó el cañón en mi frente, oí su dedo jalar el gatillo, y cuando el resorte liberó el martillo, mi ano se contrajo dolorosamente, pero no hubo disparo, tampoco contragolpe que cargara otro cartucho. El capitán se acercó apuntándole al sargento Galván, pero éste soltó el cargador de su arma y buscó otro en su morral.
«Galván, imbécil de mierda, ¡deténgase!».
«No, mi capitán», dijo el sargento Galván. «Si queremos ganar esta maldita guerra tenemos que empezar por limpiar toda la basura de nuestras fuerzas». Ya había montado el cargador nuevo, y ahora volteaba hacia el capitán. «Incluyendo los que no saben dar órdenes».
El capitán disparó. El sargento Galván cayó de espaldas, soltando una ráfaga al aire, pero apenas tocó el suelo soltó su arma y se ovilló. Bajo la luz de la Luna se oyó su voz adolorida.
«Cobarde de mierda, nunca ha disparado al enemigo, la herida de la pierna se la hizo en una borrachera, que lo sepan todos».
El capitán disparó al aire, y el sargento Galván se quedó callado.

***

Las fuerzas regulares llegaron al día siguiente, alrededor de las nueve de la mañana. El comandante, instalado en la casa comunal, hizo llamar al capitán. Éste salió una hora después, pálido, se diría que temblando, la pierna más tiesa que nunca. Le ordenó a Toni Rodríguez que nos entregara. El sargento Galván iba con el hombro vendado y la camisa manchada de sangre.
El teniente que nos hizo subir al camión parecía divertido con la mala sangre del sargento Galván. «Se porta como un subversivo, el jijuna.» Subí, sosteniéndome con las manos esposadas, y me senté junto a un PM. Mientras los demás intercambiaban órdenes, hormigueando en la plaza de armas que el día anterior había parecido tan vacía, mis ojos se dirigieron a la puerta abierta.
Sólo se veía un rectángulo negro. Quizá las velas se habían consumido por completo, pero no pude ver el cuerpo, ni las flores, ni la viuda cuya carne había conocido. Recordé el Winchester 70, preguntándome qué diablos hacía allí, pero ya era muy tarde para que una respuesta importara.


* Publicado en Sur y norte (Lima: Editorial Norma, 2008).

Cantos y Patrias

Himnos, nuevo poemario de Miguel Ildefonso

Por Carlos Cabanillas*

Miguel Ildefonso (Lima, 1970) ejerce la paternidad irresponsable de la mejor manera. A sus poemarios Vestigios (1999), Canciones de un bar en la frontera (2001), Las ciudades fantasmas (2002, Premio Copé de Oro de Poesía 2001), M.D.I.H. (2004) y Heautontimoroumenos (2005), sumó recientemente Los desmoronamientos sinfónicos (2008). Tiene en su disco duro, además, dos libros inéditos, uno de poesía y otro de narrativa. El primero se llama Travesías. El viaje de Camilo, el segundo, será una muestra de su narrativa. Ahora presenta Himnos, su último trabajo.
Himnos es, en palabras de Ildefonso, un intento por hacer música con el sonido de las palabras. "Himnos que en lugar de celebrar triunfos cantan derrotas", dice el autor. Los textos que lo componen corren a ritmos variados; algunas lecturas son pausadas, otras se declaman sin respiro hasta el silencio del punto final. El deseo expreso del autor es desligarse de su mochila poética. Menos visceral, más analítico. Menos noventa. Dejar el patrón marcado de la armonía por la polifonía de la sinfonía: movimientos, puntos de vista. Paneos en vez de primeros planos.
Ildefonso dice aún no tener muy en claro sus nuevas coordenadas poéticas. "Es un libro medio emo", bromea. "Más allá de los referentes y la forma, sin embargo, la poesía siempre es marginal", concluye con sobriedad.

* Publicado en Caretas 2032.
En la foto: Mi patria también es mi memoria, diría el apátrida parafraseando a Alejandra Pizarnik. [Leyenda de Caretas]

Sunday, June 15, 2008

Debate Mariátegui

UNO
DANTE CASTRO: NO HAY PRIMERA SIN SEGUNDA

En la batalla de ideas, actualmente todas las ventajas materiales las tiene el enemigo de clase. Con el monopolio de los medios de información en manos de la derecha, a la izquierda no le queda más que asumir estoicamente su rol en esta lucha asimétrica. Y lo asumimos felices y a capela, sin apoyo de ninguna ilustre personalidad, allí donde los viejos saurios ya se retiraron y libramos polémicas contra derechistas, neoliberales, fascistas, apristas.
El diario La Primera parecía que iba a compensar la desigualdad, pero no lo hace más allá de la crónica cotidiana. Después de leer a Coaguila desbarrando sobre José Carlos Mariátegui y comprobar cómo César Hildebrandt tiene licencia para denostar contra el socialismo real (que no vivió), contra la revolución cubana (que antes elogió), contra la revolución sandinista (que antaño celebró), contra Hugo Chávez, etc., no me cabe la menor duda de que el ancho cuello de la "libertad de prensa" es para la contrarrevolució n y el angosto pescuezo de la censura es para quienes luchamos por una nueva sociedad.
Como decía el célebre poeta León Felipe, llamadme publicano, pero no cómplice por omisión o cobardía. Defender al Amauta es nuestra obligación, así no les guste a los que perdieron firmeza o convicción. Y si el sumo pontífice cobija a un periodista procedente de Correo que pone a José Carlos Mariátegui como "racista" o becado por Leguía, lo menos que se nos puede ocurrir es protestar contra su ilustrísima. ¿Se creerá infalible?
Los lugares comunes que agitan contra Mariátegui aquellos que pretenden desmitificar su imagen, son los mismos de siempre. Son las sutilezas de siempre. Carecen de credibilidad quienes recortan citas y las sacan fuera del contexto. Alguien que no colabora en La Primera ha hecho profesión de ello en Literatura de San Marcos: el joven profesor Marcel Velásquez, el que más ha propalado el increíble "racismo" del Amauta. Otro que sí es colaborador de La Primera, es un conocido filósofo que durante todo el año académico trata de empañar la memoria de Mariátegui. Con vocación digna de mejores causas, despotrica contra el marxismo cada vez que se le antoja frente al auditorio inerme de sus alumnos visoños. Está en campaña, indudablemente. Es una cruzada para erradicar el socialismo científico, el materialismo dialéctico, el leninismo, etc. Piensan que hay que conjurar aquellas ideas para que no contaminen a las nuevas generaciones. Y no se trata de ideas programáticas de un solo partido de izquierda, sino de toda la izquierda marxista en general. Vamos, vamos, denle un espacio mayor... que se lo ha ganado.
Defendamos al Amauta en este mes en que cumple años, defendámoslo todo el año y por toda la vida. Es nuestra obligación, así nos lancen oprobiosas indirectas, así los pontífices del revisionismo y el reformismo nos llamen "provocadores" (¿cuando no ha sido así?), así nos quedemos fuera de la fiesta o al margen de la algarabía general que auspicia una candidatura sin condiciones para el 2011. Nos corresponde defender la memoria del Amauta y para eso hemos programado una cadena de actos públicos esta semana, en las aulas universitarias y en auditorios proletarios.
Mientras a Hildebrandt le pagan para infamar a los marxistas, mientras Coaguila cobra por caricaturizar al Amauta, los "ultras" tenemos el orgullo de decir que no cobramos un centavo, oiga usted, por celebrar con los máximos honores el natalicio de Mariátegui y el Che. Y esos dos gigantes siempre llenarán nuestros auditorios; no buscamos que nos llene el bolsillo. Una cosa es morirse de pobreza y otra cosa es morirse de vergüenza.
¡VIVA EL 14 DE JUNIO, ANIVERSARIO DE MARIÁTEGUI Y EL CHE!

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DOS
el quinto suyo <cajonessonoros@gmail.com> a cesar
11-jun
Queremos felicitarlos por el artículo "Una lectura marxista" de Jorge Coaguila sobre José Carlos Mariátegui. Es notorio el estudio que ha hecho el articulista sobre la obra de nuestro primer pensador socialista. Sin embargo, a nosotros, como grupo de música negra afincados en Cañete (cuna y capital del arte negro en el Perú) nos llamó la atención la referencia al racismo del Amauta. Fuimos a verificar a los 7 Ensayos y efectivamente está la cita que Coaguila menciona. Pero la cita completa es más interesante aún: "El negro trajo su sensualidad, su superstición, su primitivismo. No estaba en condiciones de contribuir a la creación de una cultura sino a estorbarla con el crudo y viviente influjo de su barbarie". Mariátegui fue el primero que quiso superar el eurocentrismo pero como todo "primero" le quedo su porción de lo superado. No se dio cuenta que "superstición" es la religión del otro y que la "sensualidad" es una forma cultural. La labor de los mariateguistas de hoy es completar la labor de nuestro maestro e incorporar la cultura negra a ese rico crisol que es la nación peruana. Quienes se han puesto a defender a Mariátegui como icono religioso simplemente se niegan a completar la tarea dejada.
Rubén Cáceres "Marrón"
Director artistico de "El Quinto Suyo"
Cañete, cuna y capital del arte negro en el Perú

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TRES
daniel mathews <danielmathewsc@gmail.com> a levanolarosa
11-jun
Estimado César: Quiero darle mi respaldo absoluto al artículo de Jorge Coaguila sobre Mariátegui. Me han llegado algunas cartas de Dante Castro donde se le acusa de "revisionista" por haber incluido una cita un tanto racista del Amauta. Pero yo creo que justamente de lo que se trata es de revisar para seguir adelante. Gramsci decía que la Revolución de Octubre fue una revolución "contra El Capital" porque Marx había previsto que la revolución comenzaría en los países adelantados. Pero, añade Gramsci, eso era lo que hacía que la Revolución mantenga el espíritu de Marx. Mariátegui, contra los dogmas castrantes del "marxismo oficial" (esto es un oximorion porque el verdadero marxismo nunca será oficial) reviso el papel del indio en la transformación de nuestro país y, desde ahí, propuso que lo nuestro sería sin calco ni copia. Guardemos las distancias, Coaguila no ha llegado a tanto. Sólo ha incluido una cita que los "mariateguistas castrantes" no conocian quizá porque para ser castrante no es necesario leer (mejor, es necesario no leer). Somos nosotros ahora los que tenemos que emprender el trabajo de revisar conceptos.
Daniel Mathews
DNI 09858954
Profesor de Literatura peruana en la UNMSM, ex director de biblioteca en la Casa Museo José Carlos Mariátegui

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CUATRO

¿MARIATEGUI RACISTA?

Lunes 09 de junio de 2008
Estimado Walter Saavedra:
Atendiendo a la parte final de su interés y pedido, no le puedo enviar el material solicitado, porque no lo tengo a la mano. Pero puedo compartir la información de algunos rastros para buscarlo juntos.
El diletante Marcel Velázquez publicó "Los 7 errores de Mariátegui o travesía por el utero del padre" en la revista Ajos y Zafiros Nº 3-4. No tengo la revista, pero si conozco una trascripción que circuló en el grupo de correo Foro_Centenario, aproximadamente entre los años 2005 y 2006, si no me traiciona la memoria. En estos momentos no dispongo de tiempo para buscarlo en el archivo respectivo, espero poder hacerlo a mi regreso , el próximo fin de semana. En ese texto, Velázquez haciendo suyas divagaciones anteriores de otros enemigos de Mariátegui, insinua que Mariátegui fue "racista" anti-negro, y anti-chino.
Ese mismo diletante, fue acogido posteriormente por la revista "Que Hacer", en la cual publicó "Mariátegui Unplugged" (¿? - Muy "original a ultranza" éste diletante). Ese artículo fue reproducido en la "Revista Peruana de Filosofía Aplicada " Nº 12, noviembre de 2005, que termina con un párrafo subtitulado "¿Good bye, Amauta?", título que nos debe sonar conocido, por que después otro autor, muy "original" también, escribió "Adios a Mariátegui". No tengo a la mano la revista "Que Hacer", pero si estoy revisando la segunda revista. Para fines de semana le puedo suministrar una fotocopía de la misma.
Esas son algunas de las fuentes de inspiración, de ese tal Jorge Coaguila, que el domingo 01 de junio , en el suplemento "Semana" del diario "La Primera", perpetró una grosera tergiversació n y un ataque artero al legado que nos dejó Mariátegui. Pero él no es el único, que se ha propuesto sabotear desde afuera (porque tambíen hay los que lo hacen desde adentro) el "Aniversario 80 de la Creación Heroica de Mariátegui". Le recomiendo que revise el suplemento "Domingo" del diario "La República" del día 08 de junio, en el cual, un tal Raúl Mendoza, escribe a dos páginas enteras, "Desmitificar a Mariátegui", sumándose al ataque desde otros flancos.
Bromas aparte, aunque la situación no está para bromas, Marcel Velázquez figura como miembro del Consejo Consultivo del "Simposio Internacional Conmemorativo de la publicación de 7 ensayos, 80 Años". Jorge Coaguila ha sido promovido a Editor del Suplemento "Semana" del diario "La Primera". En los próximos días, iran apareciendo, e iremos conociendo a otros como ellos, que ya se han pocisionado preferentemente en diarios, revistas y boletines, para "desmitificar" , y presentarnos un Mariátegui "falseado".
Mientras tanto nosotros, seguimos en un mar de ambiguedades, deshojando margaritas, "apoyo, o no apoyo el Aniversario 80", "sera 80, o no será 80", y los dedos de la mano no le alcanzan para el recuento, y otras divagaciones por el estilo, para regaterar nuestro acción conjunta de manera sincera, y sobre todo efectiva. Ya no estamos para simples saludos a la bandera, ni para loas superficiales. O trabajamos en forma efectiva, o mejor nos hacemos a un costado, y nos quedamos de espectadores. El combate está planteado en términos claros, solamente nos queda asumir nuestro puesto en la historia.
La proxima semana espero aportar algunas ideas sobre el supuesto "racismo" de Mariátegui. Solo adelantaré que Mariategui no fue "racista", ni "antiracista" , Mariátegui fue, y sigue siendo socialista. Esa fue su gran enseñanza, y ese es el camino que nos ha dejado. Por último le recomiendo que revise la Tesis "Esquema del Problema Indígena" publicada por Mariátegui en Amauta Nº26 , agosto de 1929, pag.69. Mariátegui nunca escribió sobre "el problema de las razas en América Latina", o algo parecido. Ese es otro grueso contrabando, que viene circulando desde junio de 1929, y nosotros los socialistas, Bien, gracias, como si nada nos interesara.
Atentamente
Miguel Aragón
Nota del editor :
Pueden conseguir los documentos de Marcel Velasquez, apuntado su nombre en un buscador Google.

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CINCO
Luis Anamaria ( 09/06/08)

JORGE COAGUILA ¿LECTURA MARXISTA O ANTIMARXISTA?

Estimados lectores, Hoy domingo en el novísimo suplemento La Semana del periódico Jorge Coaguila en "Una lectura marxista", escribe que José Carlos Mariategui en su viaje a Europa, después de la clausura del diario La Razón, salio beneficiado "con una estadía, a costa del Estado", al introducir hechos sin explicar el contexto y que van mas allá del motivo del artículo que es celebrar los 80 años de los "7 ensayos de interpretación de la realidad peruana", Coaguila se hace portavoz y heredero de los que su tiempo inventaron patrañas, sobre el viaje a Europa de Mariategui y Falcón, acusándolos de haberse vendido a los Aspillaga, los mismos que hasta ahora en forma sibilina siguen criticando. Cabe aclarar, que el principal biógrafo de José Carlos Mariategui, Guillermo Rouillon en el primer tomo denominado La Edad de Piedra, del libro la Creación Heroica de José Carlos Mariategui, esclarece con palabras de Cesar Falcón: " Un pariente suyo (refiriéndose a Piedra familiar de Leguía) fue a vernos y habló a solas con Mariategui y conmigo. Al final los dos entendimos esta frase sin equívocos: - O fuera del país o en la cárcel. Podríamos escoger, sin embargo, no escogimos. El gobierno escogió por nosotros" (Pág. 304-305).
Por otro lado Coaguila, agrega de su cosecha, algunos puntos debatibles como por ejemplo Los "Estados Comunistas como la Unión Soviética fracasaron precisamente por recortar las libertades individuales" parte de un expresión incorrecta tomada por la intelectualidad burguesa (queremos equivocarnos pero muy cercanos a su persona como lo demuestran los libros de entrevistas a Marío Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique), al denominar "Estado Comunista" es una contradicción: en la sociedad comunista el Estado no existe. La experiencia de la Unión soviética como primera revolución socialista triunfante, tiene un explicación de mayor profundidad que el problema de las "libertades individuales" o libertades de la sociedad burguesa. Igualmente considera que Mariategui, como racista privilegie la importación de colonizadores blancos en lugar de personas negras y chinas. Mariategui, en la pag. 40 de los "7 ensayos" nos aclara:
"La suposición de que el problema indígena es un problema étnico, se nutre del más envejecido repertorio de ideas imperialistas. El concepto de razas inferiores sirvió al Occidente blanco para sus obras de expansión y conquista. Esperar la emancipación indígena de una activo cruzamiento de la raza aborigen con inmigrantes blancos, es una ingenuidad antisociologica concebible sólo de la mente rudimentaria de un importador de carneros merinos".
No hay derecho, que se tergiverse la obra de Mariategui. Contrario a los buenos editoriales y artículos que don Cesar Levano nos tiene acostumbrados.
Saludos
Luis Anamaría

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SEIS

RESPUESTA DEL DIRECTOR DE LA PRIMERA

LA PRIMERA responde, a las críticas que le hicimos llegar inmediatamente después de publicada en su revista dominical La Semana. Nos da la razón, y deslinda entre quienes brindamos alcances constructivos y los otros, aunque en el subtitulo exagera al colocarnos en un mismo saco; "como alfitetazos de ultras de derecha e "izquierda"" Pensamos que la mejor forma de contribuir a celebrar con existo los eventos trascendentales; el ochenta aniversario de la fundación del Partido Socialista, y de la creación heroica de J.C.M, es realizar con prontitud alcances, sugerencias o criticas. Servirá de lección al Director para mirar con ojo zahorí los documentos que fluyan del periodista Coaguila, aquí no existe odio, detestar, o cualquier otra consideración prejuiciosa. El tema continua.
Un saludo atento
Luis Anamaría

RESPUESTA DEL DIRECTOR DE LA PRIMERA AL BLOG SOCIALISMO PERUANO

La primera edición de nuestro suplemento dominical tuvo excelente acogida: nuestros lectores lo pedían y esperaban. No ha faltado, por su puesto, críticas de quienes, a diestra y siniestra, nos detestan. El escrito de Jorge Coahuila sobre José Carlos Mariategui ha sido el leit motiv, o el pretexto.
Un lector acierta al precisar que el viaje de Mariategui a Europa fue una deportación encubierta: a él y a Cesar Falcón, el régimen les planteó el dilema: o la cárcel o el exilio.
Un provocador profesional me culpa de algunas faltas de información de Coaguila. Debo declarar que no ejerzo la censura entre quienes trabajan para LA PRIMERA. Admirador antiguo de Jhon Milton y de su inmortal Areopagitica contra la censura previa me avergonzaría de fungir de inquisidor.
Por los demás, no tuve ocasión de leer el texto de Coaguila antes de su impresión. Quizás le hubiera aconsejado, no impuesto, correcciones.
Creo sí pertinente declarar que incurre en error Coaguila cuando aborda el tema de los chinos y los negros en 7 ensayos. No hay por qué ocultar que hay imprecisión en el Mariategui que sostiene, hacia el final de su libro, que "el negro no estaba en condiciones de contribuir a la creación de una cultura".
Se refiere Mariategui al pasado colonial, al que, en "El problema de la tierra" reprocha el haber traído con los esclavos, la esclavitud. Emplea además, el término cultural en la concepción que entonces tenía.
Sí, pues, el negro y el chino esclavos no podían contribuir a la cultura en el sentido antiguo de la palabra, no debido a sus raza, sino a estado económico y social.
He escrito y hablado mucho acerca de esto. Y en cada ocasión he recordado lo que el propio Amauta escribió, en mayo de 1929, meses después de publicados los 7 ensayos, en "el problema de las razas en América Latina":
"El negro o mulato, en sus servicios de artesanos o doméstico, compuso la plebe de que dispuso siempre más o menos, incondicionalmente la casta feudal. La industria, la fabrica, el sindicato, redimen al negro de esta domesticidad. Borrando entre los proletarios la frontera de la raza, la conciencia de clase se eleva moral, históricamente, al negro".
César Lévano

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SIETE
Basta de mentiras

EL AMAUTA: ¿RACISTA SUI GENERIS?
Escribe: Dante Castro
10 JUNIO

Los sepultureros de la izquierda marxista se valen de cualquier sutileza para desprestigiar a los principales valores y arquetipos de nuestra tradición de lucha. Ya nos hemos referido a La Primera como diario en el cual se tolera a quienes han hecho de la mentira contrarrevolucionaria un oficio. Principalmente nos referimos al periodista neoliberal quien hoy es el segundo al mando del suplemento dominical. El principal al mando dice que no leyó el artículo de Coahuila antes que fuese publicado. Intentemos conocer por nuestros propios medios el supuesto "racismo" del Amauta Mariátegui.
El "racista" José Carlos Mariátegui anunció el decaimiento del prejuicio de las razas, desmintió la supuesta inferioridad de los humanos de color y se mofó del alicaído orgullo de los blancos:
"El prejuicio de las razas ha decaído; pero la noción de las diferencias y desigualdades en la evolución de los pueblos se ha ensanchado y enriquecido, en virtud del progreso de la sociología y la historia. La inferioridad de las razas de color no es ya uno de los dogmas de que se alimenta el maltrecho orgullo blanco. Pero todo el relativismo de la hora no es bastante para abolir la inferioridad de cultura".
Diferenciemos entre "inferioridad de raza" e "inferioridad de cultura". Para José Carlos Mariátegui no es importante la inferioridad de raza, sino la segunda: la inferioridad de cultura. Para la totalidad del 7° ensayo, la tan mentada "inferioridad de cultura" es inherente a los esclavos, mas no a sus naciones. Esto nos queda aún más claro en las siguientes líneas:
"El chino y el negro complican el mestizaje costeño. Ninguno de estos dos elementos ha aportado aún a la formación de la nacionalidad valores culturales ni energías progresivas. El culí chino es un ser segregado de su país por la superpoblación y el pauperismo. Injerta en el Perú su raza, mas no su cultura. La inmigración china no nos ha traído ninguno de los elementos esenciales de la civilización china, acaso porque en su propia patria han perdido su poder dinámico y generador".
Aclaremos la cita: a lo que se refiere JCM es a que complican el mestizaje CULTURAL costeño. Dice que no han aportado valores estrictamente culturales. El chino no introdujo en el Perú su cultura, entendida ésta como cuerpo de conocimientos, porque los que vinieron no eran embajadores de la ilustración oriental, sino esclavos. Dice Mariátegui:
"La inmigración china no nos ha traído ninguno de los elementos esenciales de la civilización china...".
Eso es lo que le hubiese gustado a Mariátegui, pero que no se dio. ¿Alguien puede demostrar que durante la historia republicana los esclavos chinos introdujeron aquellos grandes valores de la cultura oriental que habrían contribuido positivamente a nuestro proceso cultural?
Cualquier necio, por llevarle la contra a Mariátegui puede aducir que los chinos trajeron su comida, pero el chifa no es precisamente chino sino invención de los esclavos culíes liberados en el Perú.
Lo indemostrable es que hayan contribuido decisivamente a la literatura, a la filosofía, a las artes o a las ciencias. Bien dice el Amauta que la situación de desarraigo y esclavitud imposibilitaba estos aportes. La narrativa de los chinos en el Perú, escrita en castellano, ha sido hecha recién por Siu Kam Wen, a mediados de los 80 del siglo XX. Igual ha pasado con la narrativa negra, recién hecha por el mestizo Antonio Gálvez Ronceros, quien no puede jactarse de ser afrodescendiente.
El "racista" Mariátegui no tiene problemas para elogiar las condiciones naturales del pueblo chino para incorporarse a la era industrial capitalista y al progreso por sus propios derroteros o caminos, aprovechando los elementos propios de su cultura y sin renunciar a ella:
"Y ya la experiencia de los pueblos de Oriente, el Japón, Turquía, la misma China, nos han probado cómo una sociedad autóctona, aun después de un largo colapso, puede encontrar por sus propios pasos, y en muy poco tiempo, la vía de la civilización moderna y traducir, a su propia lengua, las lecciones de los pueblos de Occidente".
¿El "racista" Mariátegui celebra que una sociedad autóctona, como la China encuentre por sus propios pasos y en su propia lengua la vía de la civilización moderna? ¿Qué clase de racista sería quien aspira a que nuestros mestizos e indios encuentren el camino del progreso sin despojarse de sus valores autóctonos ni de su lengua?
¡Qué extraño es este "racista" moqueguano!
Alertamos a nuestro público a que no se dejen sorprender por iletrados que fingen de historiadores y cuya única intención es desprestigiar al Amauta José Carlos Mariátegui mediante una lectura caprichosa e incompleta de su obra principal. Cuando decimos incompleta es: intencionalmente recortada. A otro perro con ese hueso, señores. Ya estamos muy grandes para que nos sorprendan con citas extraídas de su contexto.
ESTE 14 DE JUNIO CELEBREMOS EL NATALICIO DEL AMAUTA, FUNDADOR DEL PARTIDO PROLETARIO EN EL PERÚ...
Mariátegui: marxista leninista... No revisionista...

Tuesday, June 10, 2008

Lectura y presentación


Hacer clic para ampliar.

Friday, June 06, 2008

Homenaje a Nicomedes Santa Cruz

Círculo de Estudios Peruanos Yahoo Groups Presenta
Celebración por el Día de la Cultura Afroperuana
Homenaje a Nicomedes Santa Cruz


Chicago, Junio 6, 2008

Apertura
“Ritmos Negros del Perú” (Décima de Nicomedes Santa Cruz) Gustavo Alatta, Aníbal Bellido, Alfonso Chacón, Filomeno Ballumbrosio
Bienvenida Mercedes Fernández
“Los Ritmos Negros del Perú y Nicomedes Santa Cruz” Rocío Ferreira

Primera Parte
“A la Molina No Voy Más” (Lamento, Folklore Popular) Mercedes Fernández, Gustavo Alatta, Aníbal Bellido, Alfonso Chacón, Filomeno Ballumbrosio
Coro: José Luis Alvarado, Claudio Fazio, Yanella Huamán, Fernando La Hoz, Griselda Puentes, Rober Reyes, Abigail Reynolds, Norma Vilcatoma
“Azúcar de Caña” (Landó, Daniel “Kiri” Escobar) Mercedes Fernández, Gustavo Alatta, Aníbal Bellido, Alfonso Chacón, Filomeno Ballumbrosio
“Ruperta” (Landó de Ángel Aníbal Rosado) Alba Guerra, Gustavo Alatta, Aníbal Bellido, Alfonso Chacón, Filomeno Ballumbrosio
“Me Gritaron Negra” (Poema Rítmico de Victoria Santa Cruz) Rocío Ferreira, Filomeno Ballumbrosio
Coro: José Luis Alvarado, Claudio Fazio, Yanella Huamán, Fernando La Hoz, Griselda Puentes, Rober Reyes, Abigail Reynolds, Norma Vilcatoma
“El Tamalito” (Canción Panalivio de Andrés Soto) Mercedes Fernández, Gustavo Alatta, Aníbal Bellido, Alfonso Chacón, Filomeno Ballumbrosio
“Lamento Negro” (Triste con Fuga de Tondero, Folklore Popular) Filomeno Ballumbrosio, Gustavo Alatta, Aníbal Bellido, Alfonso Chacón
“La Apañadora” (Tondero de Alicia Maguiña) Mercedes Fernández, Filomeno Ballumbrosio, Gustavo Alatta, Aníbal Bellido, Alfonso Chacón
“Mi Compadre Nicolás” (Festejo, Folklore Popular) Mercedes Fernández, Filomeno Ballumbrosio, Gustavo Alatta, Aníbal Bellido, Alfonso Chacón

Intermedio
Improvisaciones Criollas (Guitarras) Aníbal Bellido y Alfonso Chacón
Percusión (congas, bongós, cajón), Voz y Zapateo Filomeno Ballumbrosio

Segunda Parte
“José Antonio” (Valse con Fuga de Marinera de Chabuca Granda) Alba Guerra, Gustavo Alatta, Aníbal Bellido, Alfonso Chacón, Filomeno Ballumbrosio
“De España” (Tondero de César Calvo) Mercedes Fernández, Gustavo Alatta, Aníbal Bellido, Alfonso Chacón, Filomeno Ballumbrosio
“Toro Mata” (Landó, Nicomedes Santa Cruz y Caitro Soto) Gustavo Alatta, Aníbal Bellido, Alfonso Chacón, Filomeno Ballumbrosio
“Tus Manos son de Viento” (Landó de Daniel “Kiri” Escobar) Mercedes Fernández, Gustavo Alatta, Aníbal Bellido, Alfonso Chacón, Filomeno Ballumbrosio
“Guitarra Llama a Cajón” (Décima de Nicomedes Santa Cruz) Rocío Ferreira, Gustavo Alatta, Aníbal Bellido, Alfonso Chacón, Filomeno Ballumbrosio
Coro: José Luis Alvarado, Claudio Fazio, Yanella Huamán, Fernando La Hoz, Griselda Puentes, Rober Reyes, Abigail Reynolds, Norma Vilcatoma
“Mándame Quitar la Vida” (Marinera Limeña de Nicomedes Santa Cruz) Mercedes Fernández, Gustavo Alatta, Aníbal Bellido, Alfonso Chacón, Filomeno Ballumbrosio
“Cardo o Ceniza” (Landó de Chabuca Granda) Alba Guerra, Gustavo Alatta, Aníbal Bellido, Alfonso Chacón, Filomeno Ballumbrosio
“Ingá” (Festejo, Folklore Peruano) Mercedes Fernández, Gustavo Alatta, Aníbal Bellido, Afonso Chacón, Filomeno Ballumbrosio
“Zaña” (Zaña de Nicomedes Santa Cruz) Interpretación colectiva

Participantes
Invitado Especial:
Filomeno Ballumbrosio
, “Meno” es el hijo mayor de quince hermanos del gran embajador de la cultura Afroperuana, Amador Ballumbrosio. Desde su adolescencia ha tocado y zapateado en diversos grupos nacionales e internacionales. Toca percusión –cajón, bongós, congas- además de ser cantante. También es zapateador y caporal en el Atajo de zapateadores de negritos en el distrito de El Carmen, Chincha. Filomeno también ha integrado la agrupación de Micky González y los hermanos Ballumbrosio y ha tocado con Chaqueta Piaggio, Julio “Chocolate” Argendones, entre muchos otros. En la actualidad, Filomeno es voz y percusión en la banda “Dan Voll and Combo Loco”.

Gustavo Alatta es Director y profesor del Departamento de Diseño Gráfico de Webs e Ingeniería de Computación de la Universidad Devry. Además, es un renombrado folklorista peruano especializado en instrumentos de viento, percusión y arreglista vocal. Ha formado parte de distintos grupos musicales en el Perú, como “El Combo Valentino”, “Alma América”, “Sauce” y “Tiempo Nuevo”. Fue performista en la “Taberna 1900” de Barranco y finalista en el Festival “Taki” de 1990.

Aníbal Bellido es la primera guitarra del “Trío Perú”. Aprendió a tocar guitarra a los doce años y a los catorce tuvo su primer contrato como primera guitarra del grupo tropical “Los Siboney”. Como guitarrista de música criolla ha acompañado a muchos artistas peruanos como Lucía de la Cruz, Lucila Campos, Arturo “Sambo” Cavero, Jesús Vásquez, Luis Abanto Morales, Manuel Donayre, Edith Bar, Maritza Rodríguez, Anamelba, Lucho Barrios, Pedrito Otiniano y Johnny Farfán. Además de músico, Aníbal es contador en la Universidad Northeastern y profesor y coordinador académico del Departamento de Contabilidad en St. Augustine College.

Alfonso Chacón es profesor de guitarra clásica y folklore latinoamericano. Su profesor de guitarra criolla fue la Primera Guitarra Criolla del Perú, Don Oscar Avilés. Acompañó en Chile a Chabuca Granda, en Venezuela a Jesús Vásquez, en Canadá efectuó varias presentaciones con el Museo de Oro del Perú. Dada su gran experiencia en la música latinoamericana, en Chicago ha acompañado a Maritza Rodríguez, Edith Bar, Lalo Izquierdo, Marina Lavalle y a Alfredo Espinoza, primera voz del “Trío Perú”. Su participación con la comunidad peruana es continua y ha hecho presentaciones en diversas actividades culturales, como la organizada en la Univesidad DePaul en la que acompañó al grupo "De Rompe y Raja", de San Francisco, California.

Mercedes Fernández es egresada del Programa de Periodismo y Ciencias de la Comunicación de la Universidad San Martín de Porres y es graduada del Programa de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Federico Villarreal, en Lima, Perú. Actualmente se desempeña como reportera en el Diario Hoy, la publicación en español del Chicago Tribune. Es egresada del Centro de Folklore del Magisterio, curso estudios de Folklore en la escuela N.E.P.E.R., Escuela de Folklore Alturas y es ex integrante del elenco de danzas del Centro de Folklore de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Fundadora de la Asociación Cultural “Yawar Kuna” Zampoñas de Lima, Perú.

Rocío Ferreira, Ph.D. obtuvo el doctorado en literatura y cultura latinoamericana y estudios de género en la Universidad de California en Berkeley y ahora es catedrática del Departamento de Lenguas Modernas de la Universidad DePaul en Chicago. Trabaja en temas relacionados con la literatura latinoamericana de los siglos XIX, XX y XXI y teoría de género, pero su investigación se enfoca principalmente en la cultura y literatura peruana. Ha organizado numerosos eventos culturales en San Francisco y Chicago; participado en congresos nacionales e internacionales y publicado artículos de crítica literaria y cultural en libros y revistas especializadas.

Alba Guerra es actriz y cantante nacida en Buenos Aires, Argentina. Su primer trabajo en teatro como actriz fue con Opera Factory continuando hasta el día de hoy con Teatro Aguijón. Ha participado en Salomé, La casa de Bernarda Alba, Bodas de sangre, Yerma, Perversiones y La lujuria según Ramiro. Como cantante es una apasionada por el tango y también disfruta mucho de la música folklórica de los pueblos latinoamericanos.

Coro:
José Luis Alvarado es estudiante de Educación de la Facultad de Educación y de Lenguas Modernas de la Universidad DePaul y futuro maestro.
Claudio Fazio obtuvo el título de Ingeniero Estructural en la Universidad de Illinois. En la actualidad trabaja en construcción residencial en la compañía que tiene junto con su hermano.
Yanella Huamán-Fazio es egresada del programa de Periodismo de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Femenina del Sagrado Corazón (UNIFE).
Fernando La Hoz obtuvo un Master en Marketing Turístico y Hotelero de la Facultad de Turismo de la Universidad San Martín de Porres. Tiene un Bachiller en Ciencias de la Comunicación de la facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Lima. Se desempeña actualmente como ejecutivo de cuentas para la Empresa de estudios estadísticos y televisivos Nielsen Media Research.
Griselda Puentes es estudiante de Educación de la Facultad de Educación y de Lenguas Modernas de la Universidad DePaul y futura maestra.
Rober Reyes es periodista y se desempeña como Presidente del Diario Hispano “Nueva Semana”.
Abigail Reynolds es estudiante de Ciencias de la Comunicación y Español de la Facultad de Lenguas Modernas y Ciencias de la Comunicación de la Universidad DePaul y futura maestra.
Norma Vilcatoma se desempeña como Ejecutiva de Cuentas en el Diario Hispano “Nueva Semana”.


Este evento se ha hecho posible gracias al auspicio del Departamento de Lenguas Modernas de DePaul University, del Restaurante Macchu-Picchu , a la organización del Círculo de Estudios Peuanos Yahoo Group y a la participación de artistas, músicos, profesores, estudiantes y miembros de la comunidad.